lunes, 9 de mayo de 2016

Aquí te esperaré por siempre: séptimo capítulo

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Pasé casi todo el día sentada en esa silla, mientras Cristina y Darras jugaban y reían. Los miraba sin verlos y escuchaba la charla de la niña sin prestar atención a sus palabras. Sólo estaba esperando el momento de encontrarme nuevamente en mi casa, o en el castillo con Lionel a mi lado diciéndome que todo había sido otra pesadilla. Pero el sueño se alargaba demasiado. Sabía que cuando soñamos no pensamos “debo estar  soñando”. No, en los sueños todo es real, y ni siquiera nos asombramos ante aquello que pueda parecer  ilógico o sobrenatural. Pero yo estaba empezando a horrorizarme. La sorpresa inicial estaba dando paso a la desesperación.  Y aunque no quería aceptarlo, empezaba a creer que realmente me encontraba atrapada allí, en ese mundo. No sabía cómo ni por qué eso me había pasado a mí, pero había comenzado  a sospechar que me encontraba en medio de la tortuosa, difícil y brutal vida medievalCuando Ana regresó esa noche, yo aún me encontraba sentada en la misma silla.
Me miró sin decir nada y comenzó a preparar algo para cenar.
Esa noche dormí en el suelo, cerca de la chimenea. No es que Ana no hubiera querido ofrecerme una cama, la única que había en la casa era la que ocupaban ellos tres.
A pesar de la dureza  del suelo de tierra, y del frío húmedo, me dormí profundamente. Supongo que los sucesos del día y el estrés que estaba viviendo me habían agotado.
Desperté al escuchar a Cristina riendo con su hermanito. Apenas se levantaba el sol, me parecía que hacía un instante que me había dormido.
Ana estaba preparándose para salir, ya habían comido.
–Venid, os llevaré al castillo–dijo haciéndome una seña con la cabeza.
Salí casi corriendo detrás de ella sin atreverme a preguntar que pensaba hacer conmigo.
Se volvió a mirarme, y frunció el ceño.
–No podéis ir vestida así.
Regresamos sobre nuestros pasos y entramos en la casa. Buscó en un arcón que estaba en un rincón. Sacó un vestido viejo y arrugado que extendió sobre la cama.
–Es mi mejor vestido, debéis  devolvérmelo apenas tengáis uno vuestro.
Sonreí, me quité los pantalones y el suéter y, mientras me vestía, vi como ambas observaban con curiosidad mi ropa interior.
Llegamos al castillo en unos minutos. Casi tenía que correr detrás de Ana. Tanto el barro como las faldas largas del vestido, me impedían  caminar con libertad. Ella daba grandes zancadas, mientras sorteaba los obstáculos del camino con destreza.
–He preguntado en las cocinas. Trabajaréis allí.
–Gracias.
Me miró fugazmente.
–Sois muy extraña –dijo.
–Ana… ¿en qué año estamos?
Volvió a mirarme, sin duda mi pregunta confirmaba la opinión que tenía de mí.
–De donde venís ¿no cuentan el tiempo como aquí?
Negué con la cabeza.
–Es el día 6 de mayo año de nuestro Señor 1237.
–¿1237?
Sentí que los ojos me escocían.  Aunque era lo que venía temiendo, el hecho de escucharlo de labios de Ana me había robado las pocas esperanzas que me quedaban de creer que todo era un sueño. Tenía ganas de gritar, con toda la fuerza de mis pulmones para alejar de mi toda esa locura.
“¿6 de mayo de 1237?”
¿Qué estaba pasando? ¿Cómo había llegado hasta aquí? Esto no podía ser real, no podía ser real…
Ana me observó unos segundos, casi con pena y luego retomó su paso rápido.

En el sendero de ascenso al castillo nos cruzamos con campesinos, hombres y mujeres, casi todos cargados con alimentos o animales que seguramente llevaban a vender al mercado.
Mientras caminábamos observé la fortaleza, de lejos se veía casi igual que como yo la recordaba, sólo que alrededor de los muros no había grandes piedras llenas de musgo y el foso continuaba lleno, protegiendo  al imponente baluarte.
Al entrar nos dirigimos directamente hacia las cocinas. Nadie me prestó atención, vestida así, y con el cabello recogido en algo parecido a un moño, que me había hecho con la ayuda de una horquilla que me había dado Cristina, parecía una de las ciudadanas de la villa.
Pude contar a ocho mujeres, quizás había más. Todas ocupadas y conversando animadamente. Ana se dirigió hacia una que parecía organizar las actividades, la corpulenta mujer se volvió a mirarme y asintió con la cabeza. Ana me hizo señas para que me acercara.
–Ayudaréis aquí–dijo mirándome rápidamente–. A la noche volveré a buscaros–  Sin agregar nada más se marchó.
La mujerona me hizo una seña con la cabeza.
–Id allí, a pelar verduras.
Me encaminé hacia la mesa que me indicaba. Una jovencita de unos quince o dieciséis años se encontraba frente a una pila de vegetales que hubiera intimidado al más valiente. Traté de imaginar cuántos habría para comer.
Me miraba sin dejar de trabajar. La miré a mi vez y le sonreí. Me devolvió la sonrisa, algo sorprendida.
–Hola, soy Marianne.
–Mi nombre es Águeda.
Nos quedamos unos segundos en silencio mientras yo tomaba el enorme cuchillo que me ofrecía. Comencé con mi tarea tratando de ser rápida y eficiente, pero era imposible con semejante cuchillo.
–No soy muy habilidosa para esto.
–¿No cocinabais en vuestra casa?
–Si…
–Parecéis de la nobleza–comentó sonriendo.
–¿Qué te hace imaginar eso?–exclamé asombrada.
–Vuestra cara, y vuestras manos, tan delicadas. Y vuestras joyas…
–¿Joyas?
Miré el anillo que llevaba en mi dedo. Era mi único adorno, un anillo de plata con un cristal azul. Sin duda no podía llamarse “joya”.
–¿Lo dices por esto?
Asintió.
–Deberías quitároslo, os cortarán un dedo por tratar de robaros.
–¿Crees que tiene valor?–Y agregué al ocurrírseme una idea–¿Podría venderlo y obtener algún dinero por él? ¿Me alcanzaría para  comprar un vestido?
–¿Un vestido? Podríais comer todo un año si lo vendéis.
Me quité el anillo y lo guardé entre mis ropas.
Después de pelar zanahorias y nabos por aproximadamente cuatro horas decidí que si no volvía pronto a mi vida anterior me volvería loca. Tenía ampollas en las palmas y los dedos ennegrecidos…ya no parecían las manos de una princesa.
Mientras los señores comían, hicimos un alto en las tareas para almorzar pan con queso.  El pan era exquisito y el queso… ¡nunca había comido algo tan sabroso! Tal vez era que estaba hambrienta, pero verdaderamente disfruté de esa sencilla comida.
Luego comenzó la limpieza de las cacerolas y cazos y platos, fregando con cenizas y luego con agua y algo parecido al jabón. La tarea era lenta y tediosa, pero la realizábamos afuera, en un costado del patio del castillo, y  yo me entretenía escuchando a las mujeres contar anécdotas acerca de sus hijos, maridos o novios. Por unas horas casi había olvidado la locura de mi situación, casi había sentido que era una más de esas mujeres. Hasta había sonreído oyendo sus historias.
Me asombraba que las personas no fueran tan diferentes en ese siglo, es más, en muchas cosas se parecían. Esas mujeres, aunque más rudas y simples, también eran románticas, apreciaban una galantería y les gustaban los regalos y las cosas bonitas.
–¿De verdad creéis que quiere algo más que dormir con vos?– preguntó una de las mayores, que según entendí, estaba casada y tenía varios hijos.
–Ha dicho que quiere casarse conmigo. Pero aún no se atreve a hablar con mi padre– la que platicaba era Fiona, una jovencita de unos dieciocho años.
–Vuestro padre lo echará a garrotazos si se atreve a  hablar de casamiento, ni siquiera tiene una oveja o un pedazo de tierra – agregó Águeda.
–Lo sé, por eso debemos esperar.
–Si os ama como dice, debería hacerlo, aunque sea solo para pediros como esposa.
–La única manera de aseguraros que se case con vos algún día es mantenerlo alejado de vuestra cama…–insistió la matrona.
La sabiduría femenina estaba basada en la triste experiencia, tanto en el año 1200 como en el 2000…
–¿Qué pensáis Marianne? ¿Cómo son los hombres de donde venís?
Levanté la cabeza sorprendida.
–Iguales que aquí– dije – o peores…
Rieron ante mi comentario.
–¿Tenéis algún amor por allí?– preguntó Fiona.
Curiosamente a mi mente vino Lionel, no Jordan.
Negué con la cabeza.
–Mmmm, yo creo que sí– dijo María, la madre –, tenéis ojos de echar de menos a algún mozo.
Me limité a sonreír sin decir nada más.
Siguieron hablando de hombres por unos minutos.
–Parece que Marrok tiene nuevos intereses en las cocinas– dijo una de las más jóvenes.
Todas rieron mirando hacia el puente donde se encontraban los soldados.
Dirigí la vista hacia allí, había varios guardias, y no sabía cuál de ellos era Marrok. Todos se veían muy varoniles y fuertes con sus armaduras y cascos, sus espadas relucientes y sus botas.
Volví a concentrarme en mi tarea.
–¿Marrok? No lo creo, es inmune a los encantos femeninos, por lo menos a los encantos de las mujeres del pueblo– dijo Mencia.
–Solo mirad cómo nos observa desde que estamos aquí fuera lavando. Ayer no nos prestaba la menor atención.
–Será curiosidad por la recién llegada.
–¿Estáis celosa? – preguntó María sonriendo.
–¿Celosa? ¿Por qué debería estarlo?
–Quizás porque jamás un soldado se ha dignado miraros –dijo María riendo a carcajadas.
–Ni me importa, os lo aseguro.
De pronto todas se quedaron en silencio, y Águeda me dio un codazo. La miré, y ella movió la cabeza en dirección al puente.
Un soldado se acercaba hacia nosotras.
–¿Podríais traerme un poco de agua?– su tono suave contrastaba con la voz grave.
Miré a María que me hizo una seña con la cabeza.
–¿Yo?– pregunté.
–Si me hacéis el favor…
Me puse de pie y me dirigí a las cocinas mientras algunas cuchicheaban por lo bajo. El soldado me siguió.
Serví agua de un enorme barril que se hallaba en un extremo de la habitación.
Se lo entregué y haciendo una pequeña reverencia, como había observado hacer a otras mujeres, me dirigí hacia la puerta para salir fuera nuevamente.
–¿Cuál es vuestro nombre?
Me detuve y me volví.
–Marianne… ¿y el vuestro?
Lo había preguntado solo por cortesía, pero me di cuenta que lo había sorprendido. Seguramente las mujeres no se dirigían de esa manera a los hombres.
–Marrok– sonrió y agregó– Gracias por el agua, espero poder devolveros el favor pronto.
Sin saber que decir, hice otra torpe reverencia y salí fuera.
Él me siguió y después de mirarme una vez más se alejó hacia el puente. Sus compañeros lo recibieron con algunas risas y exclamaciones.
Sonreí divertida al pensar en los métodos que usaban esos hombres para acercarse a una mujer. No sabía si Marrok era un conquistador osado, pero imaginé que con ese tipo de cortejo, las mujeres no se casarían hasta los cien años.
–¿Qué pensáis ahora?– dijo María a Mencia
–Yo creo que la buena suerte os acompaña, Marianne– señaló Fiona.
–¿Buena Suerte?–pregunté.
–¿No creéis que es buena suerte ser del agrado de un apuesto soldado?
–No lo sé… ¿lo es?
Me miraron sin terminar de entender si bromeaba o no.
Nos distrajeron las voces de un grupo de hombres que se acercaban desde las caballerizas.
Tres de ellos, los más jóvenes vinieron directamente hacia nosotras, y comenzaron a bromear con las mujeres. Algunas coquetearon descaradamente, y otras con más decoro.
–¿Quién es vuestra nueva amiga?– preguntó uno acercándose a mí. Entendí que debía soportar el hecho de ser “la novedad de las cocinas” y tomarlo con calma.
–Dejadla en paz, Gilmer, no es de por aquí– dijo María.
–Una buena razón para querer conocerla mejor– contestó tocándome el cabello.
Retiré la cabeza y me volví enfrentado sus ojos. No dije nada, pero traté de intimidarlo con mi mirada.
–Con esos ojos podríais conseguir de mi lo que quisierais, bella dama– se puso de cuclillas muy cerca–. ¿Queréis mi corazón…o algo más?
Sus amigos rieron estúpidamente.
Me puse de pie alejándome.
Me siguió y trató de cortarme el paso.
–No seáis poco amigable, si no sois de aquí os conviene hacer amigos.
Me detuve y me volví a mirarlo.
–Gracias, no necesito amigos.
–Seguramente necesitaréis alguien que os cuide.
–Se cuidar muy bien de mi misma.
Me tomó de un brazo para impedir que me alejara.
–Os aseguro que hay hombres muy peligrosos que podrían haceros daño– y acercó su cara a la mía.
Me zafé de su brazo, y entré en las cocinas. Escuché que muchos reían afuera. En ese momento no me sentí alarmada, solo un poco asqueada del hombre sucio y de su mal aliento.
–¡Qué galán!– pensé–. Justo lo que necesito ahora.

Esa noche regresamos con Ana caminando lentamente por el sendero, hasta el pueblo. En su casa Cristina y el bebé estaban dormidos, habían comido algo que había preparado su vecina.
Me desplomé en el suelo y no abrí los ojos hasta el amanecer.
En los días siguientes aprendí a ser más rápida en mi trabajo, la rutina era siempre la misma: pelar verduras, luego preparar los fuegos, comer, lavar los cacharros…y volver a pelar verduras, preparar los fuegos, volver a lavar y, ya de noche, regresar a casa. Supe que preparábamos la comida no solo para los señores, sino para todos los soldados y el resto de la servidumbre del castillo, por eso cada día pelábamos cientos de verduras. La comida era mucho más variada de lo que hubiera pensado: carnes de dos o tres tipos diferentes, asadas o guisadas, cebollas, calabazas, nabos y zanahorias, en algunas ocasiones pescados, y frutas, frescas o cocidas, especialmente manzanas, moras, fresas y peras. Dos cosas que jamás faltaban en la mesa de los señores eran el pan, abundante pan, y la sopa, hecha con legumbres y verduras.
Solíamos disfrutar de esa comida, generalmente las sobras. Yo prefería pan y queso, que sabía que nadie había tocado. Pero me estaba acostumbrando a comer lo que nos daban, no era fácil conseguir otra cosa. María me mimaba un poco y a veces me guardaba algún trozo de carne  antes de llevarla a la mesa, yo siempre la compartía con Águeda.
Mientras trabajaba, las ideas daban vueltas en mi cabeza. Repasaba esa última noche en el castillo una y otra vez, analizando qué había sucedido. Tratando de encontrar algún indicio de lo que había acontecido a la mañana siguiente. Recordaba ese sueño, a Lionel llegando a consolarme. Lo recordaba avivando el fuego de la habitación mientras me miraba preocupado.
Necesitaba ingresar en el castillo, tal vez  la clave de lo que me estaba pasando se hallaba en la habitación donde había dormido esa noche. Pero parecía imposible, nadie traspasaba esas puertas, salvo las mujeres que servían la comida a los señores y a los soldados. Por supuesto, yo no estaba en esa categoría, ellas eras criadas “especiales”, que nos miraban por encima del hombro.
–¿Sería muy difícil entrar en el castillo?– pregunté una tarde a Águeda.
–¿Dónde queréis ir?
– Me gustaría recorrer las habitaciones.
–¿Para qué?–inquirió mirándome.
–No sé, nunca había estado en un castillo.
–Si os encuentran en alguna de las habitaciones os castigarán y os quedaréis sin trabajo.
Asentí. Debía encontrar la manera.
El domingo nadie trabajaba, solo quedaban cuidando de las dependencias los sirvientes que vivían allí y algunos soldados. Se cumplía a rajatabla el Día del Señor.
Águeda pasó a buscarme temprano por la casa de Ana. Me llevó por las angostas calles, hasta una casa más grande y mejor conservada. En la puerta se detuvo.
–Dádmelo a mí, él me conoce. Si se lo dais vos pensará que lo habéis robado.
Saqué de mi bolsillo el anillo de plata y se lo entregué.
–Esperadme aquí– dijo y entró en la casa.
Después de unos minutos salió y sin decir nada y tomándome del brazo me alejó rápidamente de allí. Caminamos en silencio y cuando nos hallábamos lo suficientemente lejos sacó de entre sus ropas una bolsa de piel. Se detuvo y la puso en mis manos mientras me miraba gravemente.
–Son más de veinte monedas de plata. Debéis tener mucho cuidado. ¿Tenéis un lugar seguro donde guardarlas?
Asentí, mientras sonreía. Siendo una chica del siglo XXI  sabía muy bien cómo mantener mi dinero a salvo.
Seguimos juntas hasta la plaza, yo escuchaba a Águeda que no paraba de hablarme de todo lo que podría comprar con las veinte monedas de plata.
Un sonido sordo y grave, que no reconocí, me hizo volverme. Caballos. Toda una compañía, se acercaba por la calle principal, rumbo a la fortaleza. Nos hicimos a un lado mientras observábamos los briosos corceles que lucían los colores del castillo. Los soldados, enfundados en  las pesadas armaduras, mantenían los caballos a paso lento. Algunos llevaban el yelmo en la mano, otros simplemente habían levantado la visera para observar mejor el camino.
–¡Haceos a un lado!– el grito me sobresaltó y mientras Águeda tiraba de mí para evitar que el caballo me atropellara, mis ojos se encontraron con los de uno de los hombres que cabalgaba en el centro del grupo. Solo pude verlos por unos instantes, pero me dejaron turbada el resto del día. Si no hubiese sido una locura, habría asegurado que ese soldado que me había mirado profundamente era  Lionel.
Con alegría compré un vestido para Ana y otro para Cristina. Al entregárselo Ana me miró con desconfianza.
–No los he robado – dije–He vendido una joya–agregué.
–¿Una joya? ¿Teníais joyas?
–Solo una– respondí sin querer dar más explicaciones.
Se volvió para continuar con la comida. La tomé del brazo obligándola a mirarme.
–Necesito que guardes esto– deposité la bolsa en su mano–. Sé que es mucho, pero es para los cuatro. Yo no sabría cuidarlo, tu sí.
Abrió la bolsa y sus inexpresivos ojos se agrandaron por unos segundos. Volvió a cerrarla mientras me miraba largamente en silencio.

Más o menos una semana después de mi  irrupción en ese nuevo mundo, tuve una experiencia que me hizo comprender hasta qué punto no tenía ni idea de lo peligrosa que podía ser la vida en esa época para una mujer.
Casi todas las tarde venían Gilmer y su cuadrilla a “galantear” con las mujeres de la cocina. Todas se divertían con ellos e imagino que varias, embelesadas por los encantos de esos caballeros, cedían a sus deseos.
Él  solía acercarse a mí, pero no había vuelto a tocarme, mi frialdad le había dejado claro qué pensaba yo de su torpe cortejo.
Esa tarde, cuando los vi venir me refugié en las cocinas, todos estaban fuera, así que fui a servirme un poco de agua y me senté en uno de los largos bancos que bordeaban las mesas. Estaba de espaldas a la puerta por lo que no lo escuché,  hasta tenerlo a mi lado.
–Marianne… ¿estabais esperándome?
Me sobresalté, pero traté de disimularlo.
–No, solo estoy descansando.
–¿Por qué me rechazáis de esa manera? ¿Queréis así encender mi amor por vos?
Lo miré boquiabierta.
–Gilmer, debes entender que no quiero nada contigo.
Se sentó en el banco a mi lado.
–¿Tenéis alguien que os ame?
Me puse de pie.
–No es eso…
Me tomó de la muñeca y se acercó rápidamente.
–Os dije que os convenía ser amigable. No me gusta que las mujeres me hagan desearlas para luego rechazarme.
Traté de soltarme.
–Yo jamás di a entender que tenía algo para darte.
Me tomó de la cintura, tratando de besarme.
Le di un empujón, pero sonriendo me acercó más a él.
Forcejeamos, traté de patearlo, pero era muy alto, y más fuerte de lo que yo esperaba.
Sentía su aliento pestilente sobre mi boca, y sus manos ásperas acariciándome bruscamente.
–Os gustará, os lo prometo. Después me pediréis que no pare–dijo mientras me acorralaba contra la pared.
Un temor profundo me paralizó. Entendí que estaba a merced de ese hombre y que no había mucho que pudiera hacer. Mientras trataba de gritar, él tomó mis muñecas con una mano, por encima de mi cabeza y comenzó a besar mi cuello y a toquetearme. Grité, pero su cuerpo oprimía mis pulmones de tal forma que apenas salió de mi garganta un quejido. Afuera se escuchaban risas y el sonido de las cacerolas.
Y de pronto me sentí liberada, fue tan repentina la forma en que se apartó de mí que caí al suelo.
Al levantar la vista vi el destello plateado de una armadura y escuché un golpe: la mandíbula de Gilmer al quebrarse. Cayó inconsciente a mi lado y unos brazos fuertes me levantaron.
–¿Os ha lastimado?
Negué con la cabeza mientras él me llevaba hasta el banco.
Se quitó el yelmo, era Marrok. Me miraba preocupado, y aun me sostenía.
–Yo…si no lo has matado tú, lo haré yo cuando despierte– dije llenándome de furia de pronto.
Sonrió, asombrado de mi comentario.
–Solo lo he golpeado.
–¿Cómo se ha atrevido a tocarme? ¿Cómo pudo…?
Me di cuenta que a pesar de mi rabia, estaba a punto de llorar. Me sentía vulnerable y desprotegida.
Marrok me observaba en silencio. De alguna manera entendió lo que yo sentía.
–No debéis preocuparos, no os molestará nunca más.
Lo miré a los ojos. A pesar de sus rasgos duros, sus ojos eran amables y sinceros.
–Espero que tengas razón.
–Os lo aseguro, no permitiré que vuelva a tocaros.
Se puso de pie.
–Lo llevaré fuera, sus amigos le harán entrar en razón.
Hizo una elegante reverencia y cargando a Gilmer sobre sus hombros, dejó las cocinas.