martes, 19 de abril de 2016

Aquí te esperaré por siempre: sexto capítulo


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21 de marzo de 2015

–Aquí estoy Jordan…
–¿Cómo estás?– preguntó al otro lado del teléfono.
Sentimientos de todo tipo vinieron a mi corazón:
ternura, temor, pena…
–Bien…
–Necesitaba saber de ti, sé que prometí no buscarte  pero…Lo
siento.
–Estoy bien. Estoy ocupada, escribiendo.
Podía imaginar su cara esperando, sin saber qué decir. Sus ojos
grises entrecerrados mirando el vacío.
–Ha pasado más de un año. Sé que te has mudado aún más
lejos.

Sin dudas Juan lo mantenía informado.
–Sí, es un paraje tranquilo, un pueblecito lleno de encanto…
–¿Volverás algún día?
Estábamos tan lejos, no solo nos separaban los kilómetros y las
carreteras. Cada día yo me alejaba un poco más.
–No lo sé.
–Estoy aquí, aún estoy aquí. Quería que lo supieras.
Su llamada me dejó triste y pensativa. Nuevamente volvieron los temores y la inseguridad que casi había dejado atrás.
Todos esos recuerdos incompletos regresaron, llamándome  a la realidad, a mi realidad. Tal vez nunca volvería  a ser la misma. Quizás nunca recuperaría mi vida pasada del todo.
Salí a caminar para librarme de la angustia que me embargaba. Estaba oscureciendo lentamente, casi con pereza, como si el día no quisiera despedirse.
Subí la colina y mis pasos me llevaron hasta el castillo.
Me senté en una de las numerosas rocas que rodeaban los muros, podía ver el pueblo abajo, las luces de las casas que se iban encendiendo poco a poco.
Una sombra se acercó por la derecha. Supe en seguida quién era. Sin saber porque, antes que él hablara, ya me sentí rescatada de mis dolores, consolada.
–¿Por qué no llamaste para entrar?
–No quería molestar– contesté.
–¿Molestar?– se sentó a mi lado, muy cerca compartiendo la misma piedra.
–Hoy mi humor es un poco…negro.
Asintió mirándome.
–¿Qué necesitarías para sentirte feliz?–preguntó.
–Una nueva vida–Sonreí con amargura.
–Si es eso lo que necesitas, deja todo atrás, todo lo que te hace mal, y comienza de nuevo.
–Es lo que trato de hacer, Lionel, pero el pasado me tiene atrapada, no me deja seguir.
Nuestros hombros se tocaban, tan juntos estábamos. Giré la cabeza buscando sus ojos, él me miraba en silencio.
–Si es lo que quieres, lo lograrás.
Sentí un impulso de abrazarlo y dejarme llevar. De comenzar de nuevo, de comenzar algo nuevo. Algo de lo que él formara parte.
Fueron solo unos segundos. Alcé mi mano para acariciar su cabello, el viento lo revolvía suavemente. Mi mano se detuvo en su mejilla. Para mi sorpresa, sonrió, como si mi gesto fuera lo que esperaba.
–Estoy aquí contigo, no deberías estar triste–dijo casi en un susurro.
No entendí qué quería decir. Iba a retirar mi mano, pero él la tomó y la besó. Un dulce sentimiento de felicidad me paralizó por unos instantes…hasta que la razón se hizo presente para recordarme que ese hombre era un extraño del que no sabía nada.
Aparté la mano y me puse de pie.
–Debo irme, casi no se ve el sendero–dije tratando  de parecer relajada.
–Quédate en el castillo, se acerca una tormenta.
Ni siquiera estaba mirando el cielo, pero cuando levanté la vista vi que tenía razón, unas densas nubes negras lo cubrían todo. Algunas gotas salpicaron mi cara.
–Entonces tendré que correr– repliqué dando unos pasos.
Tomó mi mano impidiendo que me alejara.
–Entra conmigo, te llevaré en el coche.
Sus ojos me invitaban a mucho más. No pude resistirme.
 
                                    
                                          vvv

La lluvia caía con fuerza, casi como si fuera uno de esos aguaceros de verano. En el enorme salón Lionel había preparado una bebida y me escuchaba atentamente. Yo le hablaba de mi nuevo libro con entusiasmo. Toda la pena se había ido, me sentía casi feliz, y estaba disfrutando de la noche.
–Creo que tienes mucho talento. Si tu primer libro lo escribiste en cuatro meses, imagino que a este lo terminarás aún más pronto.
–No lo sé, creo que con el primero fue una especie de “sacar todo lo que tenía guardado”– Sonreí– Tal vez ya no me queda nada más…
–Eres muy dura contigo.
–Sí, soy dura con todos, y también conmigo.
Uno de los sirvientes apareció con una bandeja con un aperitivo. Me sentí agradecida porque no comía desde el mediodía.
La noche transcurría placentera. La lluvia contribuía a mantener un ambiente de paz y tranquilidad. No quería irme a casa así que cuando al fin miré mi reloj sentí la desilusión de comprender que el encanto se rompería.
–No puedo creer que son las doce de la noche. ¡He pasado prácticamente el día entero contigo!– dije sonriendo.
–¿Te ha gustado?
–Si– contesté mirándolo a los ojos.
Sostenía mi mirada.
–Quédate.
–No puedo– dije volviendo a la realidad.
–Hay habitaciones de sobra. La lluvia habrá estropeado el camino, estará todo empantanado.
Lo miré dudando. La verdad era que nadie me esperaba, tenía esa libertad que otorga la soledad.
–Puedes dormir en una de las habitaciones del castillo, te ayudará a inspirarte para tu historia.
Sonreí reconociendo que sus seductoras palabras me estaban tentando.
–Me moriría de miedo si me haces dormir en la parte antigua.
–Yo dormiré cerca y cuidaré de ti.
La idea de quedarme en el castillo era sumamente atractiva, nunca había tenido esa oportunidad. Por otro lado era cierto que me aterraba quedarme de noche en esas oscuras y misteriosas habitaciones, pero si él estaba cerca…
–¿Qué habitación prepararías para mí?–pregunté.
–La de la amada de sir Owein, por supuesto.
–¿Lo dices en serio?– esa idea provocaba extrañas emociones.
–Por supuesto, y yo dormiré en la habitación de sir Owein, al lado.
Me invitó a tomar un baño relajante en el primer piso, en un cuarto de baño que era más grande que toda mi casa. Al salir al fin de la bañera, unas esponjosas toallas y un albornoz blanco, con las iniciales L.O. me esperaban sobre una de las repisas.  ¿L.O? ¿Lionel Owein? Me sequé y dejando el albornoz a un lado, volví a vestirme con mi ropa.
Subimos en silencio por la larga y oscura escalera y nos detuvimos frente a esa habitación que yo ya conocía.
–Llegamos, te encantará dormir aquí, todo tiene su toque.
–¿El toque de ella?
–Si–dijo– ¿por qué susurras?
Reí al darme cuenta que había bajado la voz y que estaba muy cerca de él, casi apretando su brazo.
–Lo siento– dije sintiéndome algo tonta.
–Estaré aquí al lado– acercó la vela, iluminando el pasillo–La puerta siguiente es una salita, y en la otra habitación estaré yo.
–De acuerdo.
–Que descanses–y sin que yo me lo esperara, se acercó y depositó un beso en mis labios.
Fue inesperado, desconcertante…y exquisito. A pesar de mis años me sentí  asombrosamente embelesada y un poco tarde me di cuenta que me estaba abandonando a ese beso con demasiado entusiasmo.
Me aparté y lo miré confusa. Él ni siquiera me había tocado, no había rodeado mi cintura con sus brazos, ni había tomado mi cara entre sus manos. Simplemente me había besado y ahora me miraba con esos magníficos ojos esperando algo de mí, algo que yo no alcanzaba a entender.
–Buenas noches– dijo al fin.
Cerré la puerta para serenarme. Me sentía como una adolecente después de su primer beso.
Tomé la vela de la repisa y recorrí la habitación. Alguien había preparado la cama, con sábanas limpias y blancas. Un camisón de raso, blanco también, con finos breteles descansaba sobre una de las sillas. Sentí unos irracionales celos. ¿Para quién habría comprado esas prendas? ¿Pertenecerían a esa única mujer que había amado y había perdido?
No quise ponérmelo, me sentiría como una intrusa usándolo. Simplemente me quité el pantalón y el sweater y con mi camiseta de mangas cortas, tiritando de frío, me metí entre las mantas.
En la chimenea ardía un acogedor fuego, pronto la habitación comenzó a caldearse y yo entré en ese letargo que precede al sueño.
Un ruido me despertó. Me quedé inmóvil escuchando. Parecían pasos fuera de mi habitación, en el pasillo.
–¿Lionel?–pregunté susurrando.
Encendí una vela, y como estaba, descalza y con la fina camiseta, salí al corredor.
Escuché el suave sonido de una puerta al cerrarse, retumbando lastimeramente en las paredes de piedra.
Giré la cabeza en dirección al sonido, venía del extremo del pasillo, más allá de la habitación de sir Owein.
Levanté la vela iluminando el oscuro pasadizo, estaba poblado de sombras que parecían moverse mientras más las miraba.
Caminé hasta la habitación donde dormía Lionel. Abrí la puerta, solo se escuchaba el crepitar de los leños y su respiración lenta y pausada.
Otra vez el ruido de pasos. Temblando iluminé el pasillo desierto, la puerta, al final del corredor ahora estaba abierta. Un suave resplandor alumbraba parte del suelo, extendiéndose como una bruma.
Comencé a caminar lentamente, estaba temblando de pies a cabeza, pero sabía que tenía que ir allí. Deseaba volver a mi habitación y esconderme bajo las sábanas, pero no podía. Necesitaba saber quién estaba en ese cuarto.
Caminé unos metros, tratando de tranquilizarme. Iba con la vista fija en el resplandor que salía de la puerta abierta. Me detuve al escuchar que alguien caminaba detrás de mí, volví la cabeza con la vela en alto, tratando de ver más allá. Solo más sombras.
Apuré los pocos metros que me faltaban y, bajando la vela para que no me encandilara,  asomé apenas la cabeza.
La habitación era enorme, la chimenea estaba encendida, y de pie frente a ella se encontraba una mujer.
Desde donde estaba, casi escondida, la observé con aprensión.  Se hallaba de espaldas a la puerta, era alta, delgada y majestuosa. V
estía un traje oscuro ceñido al cuerpo, con largas mangas que le caían ocultando sus manos. Tenía el cabello recogido en un intrincado y hermoso peinado, con broches de oro y piedras.
–Acércate, Marianne, quiero mostrarte algo–dijo con una voz oscura que me erizó la piel.
No podía ver su cara, las sombras la ocultaban permitiéndome percibir solo el contorno de su rostro.
Di dos pasos, atravesando el umbral y adelanté la vela, para verla mejor. Mi mano extendida temblaba, y la cera caliente se derramaba lentamente en el suelo.
–Hay algo que aún no sabes–dijo.
Entonces se volvió y su mano se crispó alrededor de mi muñeca.  Miré la piel amarillenta y arrugada, las uñas largas, como garras que oprimían mi mano, lastimándome.
Levanté la mirada hasta su cara, y
un grito de espanto se quedó atrapado en mi garganta.
Sus ojos, inyectados en sangre con l
as negras pupilas que ocupaban casi totalmente las cuencas hundidas, eran aterradores.
Acercó su cara a la mía, sacudiéndome con su aliento caliente y pestilente.
–¡Lionel es mío!– gritó, haciendo retumbar el suelo bajo mis pies.
La vela cayó al suelo, y quedamos a oscuras.
Arranqué mi mano de entre las suyas y comencé a correr enloquecida de pavor, sintiendo que ella iba detrás de mí.
Cuando estaba a punto de llegar a la habitación de Lionel, sentí que su mano fría y áspera, aferraba la mía, entonces el grito al fin escapó de mi boca.

Me senté en la cama. Estaba cubierta de sudor. El fuego se había apagado y la habitación estaba helada.
La puerta se abrió y entró Lionel con una vela que iluminaba sus ojos alarmados.
Se aproximó rápidamente a la cama y dejando la vela en la mesita de noche, se sentó a mi lado.
–¿Estás bien?–preguntó.
Yo temblaba, de frío y por la impresión que me había dejado el sueño.
–Si –dije tiritando– fue solo una pesadilla.
Me acercó hacia él abrazándome, mientras me cubría con las mantas.
–Parece que esta parte del castillo te pone los nervios a flor de piel–dijo, y agregó– Se ha apagado el fuego.
Acercándose a la chimenea, comenzó a reavivar las brasas.
–Trata de dormir. Me quedaré aquí contigo.
Le sonreí agradecida. Me arrebujé en las cálidas mantas, observando cómo las llamas crecían poco a poco. Después de unos minutos Lionel acercó una de las pesadas sillas junto al fuego y, mientras mis ojos se cerraban, vi como él me miraba profundamente.

Desperté cuando apenas estaba amaneciendo, tenía la punta de la nariz helada y unas suaves nubecitas de vapor se escaparon de ella al suspirar. Otra vez se había apagado el fuego. Lionel no estaba, había colocado la silla en su lugar.
Me di la vuelta, acomodándome entre las sábanas dispuesta a seguir durmiendo. Entonces recordé mi sueño y volví a abrir los ojos. Recordaba perfectamente esa mirada maliciosa, tal como si la hubiera visto despierta, y reconocería su voz si volviera a escucharla, tan fuerte había sido la impresión que me habían causado sus palabras.
Traté de imaginar por qué habría tenido esa pesadilla, seguramente me había dormido intranquila. Como decía Lionel, esa parte del castillo me ponía los nervios a flor de piel.
Y ahora no podía volver a dormirme, me había desvelado completamente.
Saqué un brazo con pereza, solo un segundo y volví a meterlo entre las mantas. Parecía que hacía más frío que la noche anterior.
Al fin me armé de valor y aparté las sábanas, corriendo me acerqué a la silla y me vestí. Necesitaba visitar el cuarto de baño con urgencia, pero no sabía si habría alguno por allí. No me quedaba más remedio que bajar las escaleras, hasta las habitaciones
de Lionel.
Me acerqué a la ventana. El sol todavía no había salido. El cielo tenía esa tenue claridad que anuncia el amanecer.
Estaba helada, a pesar de que estábamos en primavera esa zona era fresca, y entre los gruesos muros se conservaba un frío húmedo que calaba los huesos. Yo vestía con un suéter fino y unos vaqueros y sentía deseos de envolverme en una de las mantas de la cama.
Con la manga limpié un trozo del cristal empañado para ver fuera. El pueblo se extendía a lo lejos, varios metros por debajo del nivel del castillo. Desde donde yo estaba se veía muy pequeño.
Por la derecha apareció un hombre que guiaba plácidamente a un pequeño grupo de ovejas hacia la colina, no eran más de quince o veinte animales. Un perro las seguía corriendo a un lado y al otro y ladrando de vez en cuando. Los observé con curiosidad. El pastor vestía unos pantalones raídos y una camisa floja. Llevaba un sombrero y una especie de cayado en la mano.
Una sensación muy conocida me recordó nuevamente que necesitaba encontrar un cuarto de baño. Salí de la habitación y recorrí los pasillos rápidamente. Bajé la escalera hasta las habitaciones de Lionel y caminé buscando su dormitorio. Abrí una puerta y me quedé petrificada en mi lugar.  El gran recinto presentaba la misma decoración antigua y sin ornamentos que había dejado atrás. No había rastro de las lujosas habitaciones  que había visitado la noche anterior. Enormes tapices cubrían las paredes, y el suelo, dos mesas rusticas de madera oscura ocupaban gran parte del salón, rodeadas de pesadas y toscas sillas con altos respaldos.
Bajé corriendo las escaleras hasta el salón principal, atravesé la puerta de doble hoja y me detuve. No se veían lujosos sillones de piel, ni modernas lámparas, ni ninguno de los cuadros minimalistas que tan bien había sabido elegir Lionel. En su lugar me encontré en medio de una estancia rústica, con burdo suelo de piedra, y bastas mesas y bancos.
De una de las  numerosas puertas que daban a ese cuarto venían murmullos. De pie, con el corazón y la mente turbados, yo trataba de entender lo que estaba pasando. Todo había cambiado. ¿Cómo? ¿Estaría soñando otra vez?
–¡Eh!
Me volví esperando encontrarme con Lionel.
–¿Qué estáis haciendo aquí?
Miré a la mujer casi estúpidamente.
–¡Muchacho! No podéis estar aquí, volved a las caballerizas antes que os encuentren si no queréis recibir una buena zurra.
Me volví para mirar detrás, hasta que comprendí que me hablaba a mí.
–Yo… ¿dónde está Lionel?–pregunté tímidamente.
–¿A qué esperáis? Salid inmediatamente de aquí, los señores estarán por despertarse. ¡Vamos, corred fuera!
La mujer se había acercado y tomándome del brazo me arrastraba hacia una de las puertas cerradas.
En mi aturdimiento no sabía qué decir, y ella farfullaba todo tipo de amenazas con que castigar mi atrevimiento.
Después de empujarme por un pasillo vacío, me llevó a través de las cocinas. Allí numerosas mujeres se hallaban ocupadas en las más variadas tareas. Unas desollaban algún animal, podría ser una gallina o una perdiz, mientras conversaban animadamente. Otras amasaban algo junto a un enorme horno de pan y en una gran mesa otras cuatro pelaban y cortaban frutas y verduras.
Mi ruidosa acompañante me depositó en el exterior.
–¡Vamos, iros! ¡No quiero volver a veros merodeando por aquí!
Me quedé de pie allí tratando de ordenar mis ideas. Estaba completamente estupefacta. No sabía qué pensar ni qué hacer.
Di la vuelta hasta encontrarme frente al puente levadizo. ¡Mis ojos no daban crédito a lo que veía! El patio estaba lleno de soldados. Soldados con armaduras y picas, cientos de ellos caminando por las murallas o apostados junto al puente.
Ninguno me observó mientras lo atravesaba, y aunque me quedé unos segundos mirando las aguas oscuras y profundas del foso, que mágicamente parecían haberse materializado durante la noche, nadie me apresuró para que me alejara de allí.
Lentamente descendí por el sendero, mirando, sin creerlo, hacia esa villa medieval que se extendía ante mis ojos con toda naturalidad, como si siempre hubiera ocupado ese lugar. Estaba rodeada por una muralla que también protegía al castillo y los extensos campos que se encontraban alrededor.
Aunque el sol apenas había salido hacía unos minutos, la gente se hallaba en plena actividad. Caminé lentamente observando todos los detalles. Estaba asustada, confundida y maravillada.  Por las calles transitaban todo tipo de personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, casi todos ocupados en alguna tarea. Algunos animales correteaban entre los transeúntes y chillaban al ser atropellados por aquellos peatones distraídos.  Las calles, cubiertas de barro, hacían difícil la marcha pero nadie parecía notarlo.
Al llegar a la plaza, donde antes se encontraba el ayuntamiento y la iglesia del pueblo, pude ver con  absoluta incredulidad como los árboles, flores y monumentos habían sido reemplazados por tenderetes  donde los comerciantes y campesinos vendían desde carne, frutas y cereales, hasta herramientas, cerámicas y ropa. Todo en medio de un ensordecedor  y caótico bullicio.
¿Era eso posible? Lo que estaba viendo ¿era real? ¿O alguien había preparado una broma con cámaras ocultas?
Miré a mi alrededor con espanto. Por lo menos dos cosas eran demasiado reales para ser el resultado de una buena producción televisiva.
La primera, los olores. Se mezclaban olores conocidos con otros desconocidos para mí: olor a pan recién hecho y a otras comidas que nunca había probado; olor a madera quemada…no, olor a leña, a leña algo verde, cortada seguramente de los arboles cercanos. Olor a tierra mojada, a barro, tal vez al adobe con que estaba construidas algunas casas; y otro olor que lo impregnaba todo, ácido y penetrante, un olor que a nadie se le hubiera ocurrido imitar: olor a excrementos,  a orina y quien sabe que más, de animales y humanos, proveniente de las casas y que llegaba directamente a las calles y se mezclaba con la tierra que las cubría convirtiendo todo en un fango pegajoso y nauseabundo.
La segunda, los niños. Pequeños de dos a diez años corrían por los caminos completamente descalzos, en medio de ese lodo helado, vestidos con harapos a pesar del frío de la mañana. ¿Qué madre responsable hubiera permitido que sus hijos vagaran así por las calle, aun cuando alguien le pagara por ello, con el único fin de burlarse de mí? Y ¿qué niño lo hubiera soportado con la naturalidad de esos pequeños, sin llorar de frío y repulsión?
¿Era real? Todo eso ¿era real?
La confusión en mi mente era tal que no podía moverme, ni pensar, parecía que todo en mí había dejado de funcionar como un engranaje que se atasca y detiene el movimiento de toda la maquinaria.
Algo chocó contra mis piernas. Me volví justo para ver a una pequeña, de unos seis años que se ocultó rápidamente detrás de mí, mientras un hombretón barbudo y sucio se acercaba furioso gritando algo que no entendí.
Al verme el hombre se detuvo.
–¿Y vos quién sois?
Lo miré sin saber que decir.
–¿Dónde os habéis escondido, pequeña bruja? ¡Ah! ¡Aquí estáis!–protegí a la niñita con mi cuerpo. El individuo me miró rabioso– ¡Me ha robado una naranja!
Me volví a mirar a la pequeña que me observó con aire inocente.
–No veo que tenga ninguna naranja–dije.
–Me ha robado, la he visto con mis propios ojos. ¿Y vos quién sois? – repitió el hombre.
–Es mi primo– dijo la niña asomando apenas su cabeza– Y no os he robado, no tengo ninguna naranja, mirad–y mostró sus manitos sucias.
–Seguro que la habéis escondido, os conozco bien, ladronzuela.
Cuando el hombre trató de tomarla, reaccioné de repente,  alejándola de él y plantándome firmemente.
–Si la tocas, te arrepentirás, cerdo estúpido.
No sé si fue mi tono, o las palabras que no terminó de comprender, pero el hombre, con aire confundido, dio un paso atrás mientras comenzaba a alejarse, profiriendo algunas blasfemias dirigidas a nosotras.
La niña se puso delante y levantó la cabecita mirándome.
–¿Quién sois?
–Tu primo–dije sonriendo.
Sonrió iluminado su cara delgada y pálida.
–¿Cuál es vuestro nombre?
–Marianne.
Me miró inclinando la cabeza hacia un costado.
–¿Tenéis nombre de mujer?
–Soy una mujer.
–¿De verdad?–preguntó la chiquilla observándome con curiosidad.
Nunca habían dudado antes de mi femineidad, así que sonreí confundida.
–Sí, ¿qué te hace pensar que soy un hombre?
–Vais vestida como un hombre y vuestros cabellos…no los lleváis como las mujeres.
Observé mis pantalones, algo ceñidos y recordé que llevaba el cabello recogido. Deshice la trenza con los dedos y me incliné hacia ella.
–¿Y ahora? ¿Mi cabello está bien así?
Me miró a los ojos y recorrió mi cara cuidadosamente.
–¿Quién os ha cortado los cabellos? ¿Fue un castigo?–preguntó con pena.

–No, no fue un castigo.
–No sois de aquí, ¿de dónde venís?
–No lo sé– repliqué suspirando mientras observaba a la gente que pasaba apresurada a nuestro lado.
–¿De las tierras del norte?–preguntó con admiración.
–Si–mentí–de las tierras del norte.
–¿Y dónde está vuestro esposo?
–No tengo esposo.
–¿Y vuestro padre?
Negué con la cabeza.
–¿Quién cuida de vos?
Sonreí.
–Yo cuido de mi misma.
Volvió a mirar mi ropa con una mueca.
–Creo que necesitáis alguien que os cuide– dijo tironeando de mi mano.
Me llevó por las estrechas e intrincadas calles hasta que llegamos a un huerto, junto al que se encontraba una pequeña casita, cerca de las murallas de la ciudad.
Una mujer estaba  inclinada sobre un caldero que colgaba sobre el fuego de la chimenea.
Se volvió al vernos entrar y me miró con curiosidad.
–Ella es Marianne–dijo la pequeña depositándome en una rustica silla de madera– es una mujer aunque viste como hombre y está sola. Viene de las tierras del norte– agregó ceremoniosamente.
Su madre volvió a concentrarse en el caldero.
–Traed a vuestro hermano, ya se ha despertado.
Me quedé en silencio, esperando que se dirigiera a mí.
Después de unos minutos, se alejó hacia un estante y volvió con unos platos de latón que depositó sobre la mesa.
–¿Habéis huido de vuestra casa?– preguntó sin mirarme.
–No–dije sin saber que más decir.
–¿Por qué estáis vestida de varón?
–Yo… no estoy vestida de varón...
La mujer me miró. Obviamente me creía loca o estúpida, pero no preguntó nada más.
Sirvió una porción de  un mejunje espeso en cada plato y me acercó uno. La niña volvió con un bebé en sus brazos. Tendría unos ocho meses, era robusto y hermoso.
–¿Cuál es tu nombre?– pregunté a la pequeña.
–Cristina, y mi madre es Ana–respondió mientras acomodaba al chiquitín al sentarse.
–No tengo esposo–dijo Ana de repente– no puedo daros de comer, deberéis trabajar si queréis quedaros.
La miré con desconcierto. Yo no quería quedarme. Estaba de paso por allí, descubriría la forma de volver a mi vida.
–Gracias, pero no voy a quedarme, solo…
No agregué nada más. Ella bajó la cabeza y se concentró en su comida.
En cambio Cristina hablaba sin parar. Me conto que su madre trabajaba en el castillo, que era costurera y trabajaba allí desde la mañana hasta la noche. Volvía a su casa para cenar y dormir con sus hijos. Cristina cuidaba del pequeño todo el día, a veces les ayudaba una vecina. Miré con preocupación a ese bebe, criado por una pequeñita de apenas seis años.
–Nuestro padre murió hace unos meses, le mataron cuando atacaron el castillo.
–¿Atacaron el castillo?– pregunté.
Cristina asintió.
–Los enemigos del rey llegaron y mataron a los hombres que estaban trabajando en los campos, quisieron penetrar las murallas, pero el ejército se lo impidió.
Ana alimentaba al pequeño sin mirarme.
Se puso de pie y acomodó al niño en la cama.
Tomó una especie de chal que colocó sobre sus hombros.
–Volveré para la cena. Cuidad de Darras, no lo dejéis solo–dijo dirigiéndose a su hija.
Y salió de la casa sin siquiera besarlos, a ninguno de los dos.


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