Las Tres Damas
Capítulos 1 al 3
Capítulo 1
Miró hacia atrás mientras corría. Su corazón, acelerado al límite, retumbaba en su pecho, sin embargo su rostro no mostraba ninguna emoción.
Sus ojos se movían con rapidez desde un árbol al siguiente, como si ellos le mostraran por donde seguir.
Unos metros más adelante se detuvo jadeando y rápidamente se ocultó detrás del tronco de una antigua haya. Apoyó la frente sobre la rugosa superficie tratando de recuperar el aliento y unos segundos después, muy lentamente asomó la cabeza.
Nadie que la mirase en ese momento hubiera imaginado lo que ella había hecho o lo que estaba a punto de hacer.
Sus pupilas, dilatadas por la oscuridad, mostraban ese brillo característico de la desesperación que da paso a la locura. Sin embargo su cara, casi angelical, parecía serena, con la calma de quien ya no tiene nada que perder.
Esperó unos instantes y retomó la marcha. Conocía ese bosque como la palma de su mano, aún en la negrura de la noche. No la seguían, no todavía, pero vendrían a buscarla. La encontrarían y la matarían de eso estaba segura pero no tenía miedo, desde hacía algunas horas aunque su corazón seguía latiendo ya estaba muerta.
Corrió serpenteando entre los árboles y se detuvo en la puerta de la derruida cabaña; escudriñó el monte una vez más y luego entró.
Le temblaban las manos cuando aseguró la puerta con la pesada madera que servía de tranca, se volvió y caminó hacia la cuna.
Una preciosa niñita de cortos rizos negros yacía plácidamente entre las mantas gastadas; su mejilla, demasiado pálida pero regordeta, reposaba sobre la muñeca de trapo cuyos ojos de nácar resplandecían a la luz de las llamas.
Miró a la criatura con ternura mientras se quitaba la capa.
Una bolsa de cuero colgaba de su cuello, oculta bajo la ropa. La levantó con dificultad hasta que logró liberarse de su peso, luego acercó una silla al fuego y antes de abrir la bolsa avivó las llamas, después con cuidado desató los tientos.
La
bolsa cayó al suelo mientras ella tocaba casi con veneración las
tapas de piel labrada del grueso libro que tenía sobre sus piernas.
Estaba repujado con maestría y parecía tener cientos de
años.
Ansiosamente lo abrió.
Comenzó a dar vueltas a las páginas buscando algo escrito, pero solo parecía haber dibujos.
Al fin encontró lo que buscaba, pero la desilusión llegó al darse cuenta que le era imposible leerlo, desconocía completamente los extraños signos que poblaban aquellas hojas rústicas.
Siguió pasando los folios uno a uno, hasta que halló un dibujo que ocupaba el centro de la página. Era una hermosa mujer, perfilada con detalle. En su mano sostenía un cáliz del que se derramaba una oscura sustancia que parecía sangre. Debajo del dibujo se leía El precio de un Alma.
Observó las letras con atención, aunque podía reconocerlas, eran diferentes a las que le había enseñado su padre, parecían delineadas con más de un trazo cada una, como si se tratase de un dibujo.
Volvió hacia atrás y miró otra vez las raras figuras y se dio cuenta que eran letras, letras escritas de esa manera tan peculiar, pero ahora descifrables para ella.
Se acercó más a la luz de la lumbre y, lentamente y con algo de dificultad, empezó a leer. Saltó algunos párrafos, buscando lo que le interesaba.
Siguió leyendo por casi un minuto antes de percibir algo extraño, y entonces, por el rabillo del ojo, las vio.
Se levantó de la silla y el libro cayó a sus pies. Dio un paso hacia atrás, alejándose de ellas, hasta que sintió el calor de las llamas demasiado cerca.
—¿Qué buscabas en El Libro Sagrado? —preguntó la de cabello rojo.
No contestó, solo la miró con los ojos muy abiertos.
La otra caminó unos pasos y se acercó a la cuna. Con una mano apartó la manta que cubría a la niña y se agachó sobre ella.
—Está muerta —dijo la muchacha saliendo de su mutismo.
La mujer acercó la cara hacia la pequeña y aspiró sonoramente.
Se enderezó y la miró.
—¿Cuándo murió? —preguntó.
—Ayer.
La pelirroja se había aproximado hasta quedar a apenas unos pasos de ella. Se agachó y recogió el libro del suelo mientras la miraba a los ojos.
—¿Qué buscas aquí? —volvió a preguntar al tiempo que caminaba hacia la mesa. Dejó el libro encima y se sentó.
La chica miró instintivamente la puerta, y luego a la niña.
Su corazón latía de prisa, sin embargo el temor volvía lentos sus pensamientos.
Pestañeó un par de veces al ver que la que estaba sentada tamborileaba con sus largos dedos sobre la mesa.
—Destrúyela, hermana —dijo al fin.
La otra sonrió y comenzó a acercarse a la muchacha.
—Vuélvela a la vida —dijo esta.
La mujer se detuvo a unos pocos pasos.
—¿Por qué haría eso?
—Te serviré eternamente si le devuelves la vida.
—¿Es lo que buscabas? ¿Volverla a la vida?
—No la escuches, hermana, deja que yo me encargue de ella.
La bruja miró a la joven y se detuvo en sus ojos, unos ojos claros y serenos. “No tiene miedo” pensó asombrada, y esa era para ella una sensación nueva, la gente siempre le temía, huían o rogaban de rodillas.
Se puso de pie, se acercó a la cuna, y contempló a la criatura.
—Lo haré, pero ella también será mi esclava.
—¡No! —gritó la chica.
Una mirada amenazante la detuvo.
—Por
favor —rogó—. Llévame a mí, solo a mí…
—¿A ti? No,
la quiero a ella.
Entonces la muchacha con decisión corrió para tomar a la niña en sus brazos, pero antes de poder siquiera rozarla la mujer extendió la mano y con sus uñas acarició la garganta de la joven. Esta cayó desplomada a sus pies, mientras una mancha oscura se formaba a su alrededor.
Le dedicó una breve y fría mirada y volvió su atención a la cuna.
Rozó con sus dedos la mejilla pálida de la pequeñita dejando un rastro rojizo sobre la piel inmaculada, luego volvió a mirar a la mujer caída a su lado. Casi parecía una niña también.
Se agachó y apartó el cabello dejando al descubierto el rostro sin vida. Algo colgaba de su cuello ensangrentado, tiró de la gruesa cadena y la arrancó.
La
otra comenzó a acercarse pero al ver el colgante, se detuvo en
seco.
—¿Cómo ha llegado eso a sus manos? —preguntó en un
susurro.
Sin responder su hermana hizo girar el amuleto entre
los dedos. A pesar del tamaño era liviano, y parecía hecho de
alguna aleación poco conocida. En el centro de una serie de signos
destacaba un ojo izquierdo del que parecía caer una lágrima, que
era en realidad una pequeñísima gema violeta.
Levantó la vista.
—Quizás no era una simple campesina—dijo.
Luego acomodó la manta alrededor del pequeño cuerpecito y levantó a la niña.
—¿Qué haces?
—Cumplir con la última voluntad de su difunta madre —dijo, y apoyando a la criatura sobre su pecho se dirigió hacia la puerta.
Capítulo 2
—Está muerta —dijo Tontín y una gruesa lágrima se deslizó por
su mejilla.
—No es verdad —gritó Gruñon empujándolo para acercarse a la niña.
Se arrodilló a su lado y tomó la delicada mano blanca.
—No es verdad —volvió a repetir mientras bajaba la cabeza angustiado.
Así se quedaron, los siete de rodillas alrededor del cuerpo sin vida, hasta que el sol comenzó a ocultarse.
Doc rompió al fin el silencio.
—Debemos enterrarla.
—¡No! ¡No la dejaremos bajo tierra! —exclamó Gruñón secándose los ojos.
—Hagamos un ataúd de cristal —sugirió Tímido—. La pondremos en el bosque, así podremos visitarla cada día.
Estuvieron todos de acuerdo y se pusieron manos a la obra esa misma noche.
Escuché un suave ronquido y miré a Adela. Estirada a mi lado dormía.
Comencé a cerrar el libro, y ella abrió los ojos.
—Sigue un poco más —dijo acomodando las almohadas.
—Es muy tarde, lo terminaremos mañana…
—No… —protestó.
—Si —dije—. Mañana te enterarás que pasa con Blanca Nieves.
Sonrió ampliamente.
—Ya sé que no está muerta. Se hace la muerta.
—¿Si?
Ella hizo una graciosa mueca.
—Está jugando, como hace a veces papi.
La miré. ¡Había crecido tan de prisa!
—Bueno, ya veremos —dije, y acomodando las mantas me puse de pie—. Nos enteraremos mañana.
Protestó un poco más, pero al fin, después que le di sus cuatro peluches preferidos, se acomodó con todos ellos alrededor y se dispuso a dormir.
—Te quiero —dije besándola—. Que duermas bien —y volví a besarla.
Apagué las luces y me acerqué a la puerta.
—¿La dejo abierta?
Negó con la cabeza.
—No, mami siempre cierra —y se volvió dándome la espalda.
Cerré la puerta, y caminé por la oscuridad del largo pasillo.
Me volví una vez a mirar hacia atrás, no entendía como mi hermana era capaz de dejar a esa pequeñita allí sola, y con la puerta cerrada.
Al llegar a la escalera, encendí la luz y comencé a bajar. Recorrí el enorme salón, sorteando los sillones, mesitas, butacas y sillas y entré en la cocina.
—¡Uffff, hago más ejercicio en esta casa que en el gimnasio! —dije, sentándome junto a Lucía.
—¿Se durmió? —preguntó.
—Sí. ¿No tienes miedo de dejarla allí sola? Si le pasa algo está tan lejos.
—¿Qué le puede pasar?
—No sé, esta casa es enorme, y tan tenebrosa… Todo tan oscuro.
Mi hermana se rió mientras se levantaba y ponía a funcionar la cafetera.
—Llevamos viviendo aquí seis años, ella nació aquí, es su casa.
La miré no muy convencida.
—Un día se perderá y no podrás encontrarla.
—Deja de decir tonterías. ¿Cómo va a perderse?
—¿Y si se mete en algún pasadizo secreto? Seguro que hay alguno…
—Hay más de uno, los hemos recorrido juntas muchas veces.
La
miré boquiabierta.
—¿Es una broma?
Lucía comenzó a
reír. En ese momento entró mi cuñado, se estiró y luego se apoyó
en la antigua bancada de mármol.
—Además es el lugar perfecto para un talentoso escritor. ¿Verdad, cielo? —añadió mirando a su marido.
Él asintió bostezando.
—Sí, de hecho hoy he tenido un día muy productivo.
Lucía le alcanzó una taza de café y otra a mí.
Los observé mientras se besaban. Sin duda quería a ese hombretón, él también era como un hermano para mí, y ellos tres mi única familia. Debo confesar que me encantaba estar en su casa, aunque hubiera preferido que vivieran en un sencillo apartamento en la ciudad en vez de en ese inmenso caserón en medio del bosque. Pero ellos eran felices allí.
Samuel
había recibido esa casa como parte de su herencia, siendo todavía
soltero, y por años la casa había permanecido cerrada, casi
abandonada.
Cuando decidieron casarse y empezaron a buscar un
lugar donde vivir, él mencionó la casa. Lucía quiso conocerla, y
ya desde el primer momento en que traspasó aquellas puertas se
enamoró de la vieja mansión y como si no hubiera visto los pisos
llenos de hojas y suciedad, y las paredes polvorientas, decidió que
ese era el lugar ideal para vivir. Samuel, por supuesto, no se
atrevió a contradecirla.
De manera que con mucho esfuerzo empezaron a acondicionarla invirtiendo casi todos los ahorros de él y el tiempo de ella, y al final, después de un año, pudieron mudarse y comenzar su vida juntos.
La casa era en realidad una antigüedad del siglo XIX con altas ventanas con persianas de madera, techo de terrazo negro y musgosas paredes de un color indefinido. Tenía esa belleza tenebrosa de las películas de suspenso y creo que realmente era el escenario perfecto para un escritor como Samuel, que se dedicaba a escribir novelas de terror.
Su
trilogía, “Las tres Damas” lo había sacado del anonimato y
desde ese momento había logrado vivir de lo que más amaba. Tenía
publicados quince libros, lo cual no era poco. Yo, por supuesto, los
había leído todos ya que no siempre se tiene el privilegio de
contar con un escritor en la familia, y aunque las novelas de terror
no eran mis favoritas, me gustaba su estilo ya que tenía la
capacidad de volver muy reales hasta las situaciones más
inverosímiles.
—¿Cuándo vendrás a vivir aquí? —preguntó
Samuel después de dar un sorbo a su café.
—Nunca.
—A
Julia le da miedo la casa…
—¿De verdad? —preguntó él
sonriendo.
Los dos comenzaron a reír.
—¡Qué tonta
eres! —dije levantándome a dejar la taza en el fregadero—. No
tengo miedo, solo que me parece… —hice una mueca buscando la
palabra adecuada— …tétrica.
Samuel asintió.
—Es
tétrica, es parte de su belleza.
—Y húmeda y fría y oscura
—agregué.
Se acercó a la mesa con su taza y se sentó frente
a mí, Lucía se acomodó a su lado.
—Entiendo, y esa es la
excusa perfecta para no mudarte con nosotros.
Negué
con la cabeza.
—No, no es una excusa. No puedo dejar mi
trabajo….
—Nadie habló de dejar el trabajo. Por la autovía
llegarías a tu consulta en apenas veinte minutos. ¡Vamos, Julia!
Solo trabajas tres días a la semana — Me miró sonriendo—. Ya
sabes que a las chicas les encantaría.
Sonreí. Se refería,
por supuesto, a Lucía y Adela.
—Trabajo tres días, pero tengo una vida en la ciudad. ¡Ni loca viviría en este paraje tan solitario! ¿Qué haría los fines de semana? ¿Estar todo el día metida aquí dentro?
Lucía
hizo una mueca mientras me miraba.
—Cierto, nos habíamos
olvidado de tu excitante vida social… ¿Por qué será que sigues
soltera?
La miré con odio mientras ella sonreía.
Yo era
la mayor de las dos, y con mis 28 años no tenía novio ni pareja ni
planes de casamiento.
Pero eso no significaba que no tuviera amigos, y que no disfrutara con ellos los fines de semana. Me encantaba todo lo que me ofrecía la gran ciudad: conciertos, charlas, arte, cine. Buenos restaurantes y, (y esto era mi mayor debilidad) buenas tiendas de moda.
—Sigo
soltera porque he sido lo suficientemente madura como para no
engancharme con el primer idiota que se me acercaba —lo miré a
Samuel—. Sin ofender—dije.
—Tranquila —contestó él
apurando su café.
Lucía
se puso de pie y abrió la nevera. Sacó un plato con el postre que
había sobrado de la cena y se volvió a sentar.
—No te
preocupes, amor, ella quiere ofenderme a mí —dijo alcanzándome
una cuchara.
—No hablaba de ti, hablaba de mí —expliqué.
Samuel carraspeó.
—Chicas,
siempre terminan discutiendo, pero nunca llegamos a nada
concreto.
Apoyó los codos en la mesa y juntó las
manos.
—Julia, mírame —lo miré—. Dime sinceramente por
qué no quieres venir a vivir con nosotros.
Como él decía habíamos hablado en muchas ocasiones del mismo tema, ellos me lo venían pidiendo desde que había nacido Adela, y yo siempre me negaba, ya fuera entre bromas o dando excusas.
Saboree
el bocado de tarta de chocolate con nata y caramelo, mientras pensaba
que contestar.
—Con sinceridad —volvió a decir.
—No quiero ser una carga —solté al fin. Samuel frunció el ceño confundido y Lucía se enderezó en su silla.
—¿Una carga?
—Sí, una carga emocional —aclaré.
Ellos se miraron.
—¿Y
eso que significa?
—A ver… Ustedes tienen su familia, una
hermosa familia, responsabilidades, una hija que criar. Tienen que
hacerlo solos, tranquilos, no con alguien extra que les complique la
vida.
—No
eres “alguien extra”, eres nuestra hermana–dijo Lucía
poniéndose muy seria. Sabía que eso no le estaba gustando.
—Julia,
nuestra bebé está creciendo, y te estás perdiendo los mejores
momentos…
—Vengo
a verla casi todas las semanas.
—No es verdad. Hacía más de
un mes que no venías. Pero ese no es el punto. Deseamos que vivas
con nosotros porque tú y Lucía estuvieron solas por mucho tiempo,
ahora ya somos cuatro, lo cual no es tanto, pero debemos estar juntos
—Samuel tomó mi mano entre las suyas—. Queremos que vivas aquí
porque te queremos.
Bajé la vista y volví a hundir la cuchara en la tarta, para ocultar mis ojos húmedos.
—De acuerdo —dije—. Lo pensaré.
Capítulo 3
Me
preparé para dormir aunque no tenía sueño. Eran más de las doce
de la noche, nos habíamos quedado charlando de todo un poco y se
había hecho tarde.
Ellos solían acostarse temprano porque a
Samuel le gustaba madrugar, decía que en las mañanas sus “neuronas
creativas” realizaban las mejores conexiones. Pero esa noche él se
había entusiasmado leyéndonos una escena del libro que estaba
escribiendo y nosotras habíamos comenzado a darle ideas y
sugerencias. Por supuesto él nunca nos hacía caso, pero nosotras
sentíamos que también éramos parte de sus éxitos.
Ya con el
pijama puesto me acerqué a la ventana. Podía ver parte del parque y
los frondosos árboles dando comienzo al bosque.
La
lluvia caía lentamente, era una lluvia benigna que limpiaba y sanaba
la tierra y las plantas. Las luces de las antiguas farolas que
delimitaban los jardines de la casa aparecían desdibujadas y
pálidas.
Volví a la cama y, mientras me acostaba, escuché
crujir las maderas encima de mi cabeza, como si alguien estuviera
caminando en el piso superior. En la última planta estaba la
biblioteca, el despacho de Samuel, un gran salón y las habitaciones
de invitados, que casi nunca se usaban. Me detuve a escuchar, todo
había quedado en silencio nuevamente.
Apagué la luz y me
arrebujé en el grueso acolchado.
Pasos otra vez. Abrí los ojos y me senté, nerviosa. Estaba segura de que Samuel y Lucía estaban en su habitación, a unos metros de mi cuarto. Es verdad que la casa era tan vieja que siempre crujían los suelos y las paredes, pero en esta ocasión parecía que alguien estaba caminando justo encima de mi cuarto.
A
pesar de que un escalofrío me recorrió al salir de la cama, avancé
decidida hasta la puerta. La abrí lentamente, tratando de no hacer
ruido.
Caminé de prisa por el pasillo hacia el cuarto de Adela.
Me detuve a escuchar. Nada.
No había encendido ninguna luz, de modo que me costó distinguirla en la cama cuando entreabrí la puerta. Tan pequeña era y dormía hecha un ovillo en un extremo del enorme lecho.
El susurro casi junto a mi oreja me hizo dar un salto.
Me volví y vi la cara blanquecina de Lucía en la penumbra, a unos escasos centímetros.
—¿Se
despertó? —preguntó y pasando a mi lado entró en la
habitación.
—No, vine a ver si estaba bien.
—¿No
puedes dormir? — preguntó acomodando las mantas alrededor de la
niña.
No
respondí. Ella besó la cabecita suavemente y volvió a acercarse a
mí.
—Vamos, es tarde.
Al llegar a mi cuarto se
detuvo.
—Trata de dormir. ¿Quieres una leche caliente?
—No,
gracias. Buenas noches.
Abrí mi puerta y me volví.
—¿Está
Samuel trabajando arriba?
—No, duerme. Cayó muerto apenas
subimos–dijo sonriendo.
Abrí la boca para decir algo, pero
preferí callar.
—Buenas noches.
—Que
descanses —dijo ella alejándose.
Me metí entre las sábanas
rápidamente, un poco por frío y otro por recelo. Decididamente no
me gustaba esa casa con sus paredes húmedas, sus pasillos oscuros y
sus… ruidos extraños.
Al día siguiente me levanté temprano, había amanecido nublado y fresco. Al mirar por la ventana de la cocina, mientras tomaba mi café, vi a Pedro, el jardinero, trabajando en unos macizos de flores que se encontraban en uno de los extremos del parque, cerca de la antigua glorieta.
Sin pensarlo demasiado salí afuera con la taza en mis manos. Caminé sobre el césped hasta llegar a la edificación que era realmente una obra de arte. Cada una de las columnas estaba bellamente decorada con grupos de hojas y rosas talladas en la piedra. El techo era simplemente un conjunto de vigas, unidas en el centro por una especie de bola con una cubierta baja de cristal. Pasé junto a Pedro que me miró sorprendido y me senté en el extremo de uno de los dos bancos de piedra que se encontraban dentro de la glorieta.
—¡Qué lugar más bonito! ¿Puedes creer que es la primera vez que entro aquí? —dije dando un sorbo a mi café.
Él había vuelto a su trabajo, estaba replantando algunas prímulas.
—Sí, lo creo —dijo.
—Que bien cuidado que tienes esto—exclamé tocando el banco con la mano libre—. Parece mucho más nuevo que la casa.
Efectivamente, la casa tenía las paredes ennegrecidas por la humedad, mientras que la glorieta se encontraba completamente limpia, como si fuera una construcción reciente.
Se enderezó lentamente y se pasó el dorso de la mano por la frente.
—Es nueva —aclaró—. Tendrá apenas unos seis años.
Lo miré asombrada.
—¿En serio?
Asintió y se alejó hacia la carretilla tomando varias macetitas en sus manos.
Me puse de pie y caminé alrededor de la glorieta: tendría unos cuatro metros de diámetro, y por fuera estaba rodeada de narcisos de distintos colores. Había dos arcadas con tres escalones cada una que llevaban al interior y dos bancos semicirculares, uno de cada lado. Al subir por la entrada del fondo, la que daba al bosque, me sorprendió observar una inscripción en una de las losas del suelo. Era solo una fecha: 1805-1835.
Me incliné para ver mejor, y di un paso atrás al darme cuenta que aquello era una lápida.
—¿Hay alguien enterrado aquí? —pregunté volviendo la cabeza.
Pedro ni siquiera me miró.
—Eso parece.
—¿Quién?
Se encogió de hombros. Creí que no iba a agregar nada más, ya que si había un hombre parco, ese era Pedro.
—Descubrimos la tumba al poco tiempo de llegar su familia aquí, cuando estaban arreglando la casita de invitados.
—No tiene nombre…—empecé a decir.
Negó con la cabeza.
—¿Hay más tumbas? Quizás sea de alguno de los antepasados de Samuel…
—No, ellos están enterrados en el viejo cementerio de la iglesia.
Fruncí el ceño mirando la inscripción.
—¿Por qué crees que no lo enterraron allí?
Pedro movió la cabeza mientras apisonaba con las manos una de las plantas.
—Solo se le negaba la sepultura cristiana a unos pocos…
Lo miré.
—Suicidas—dije.
—Y asesinos —agregó él—. Pero eso a su cuñado no le importó.
—¿Samuel mandó hacer esto? —dije empezando a entender.
Volvió a asentir sin dejar de trabajar.
Pensativa observé una vez más la fina construcción. No podía creer que Samuel hubiera mandado hacer eso en homenaje a un muerto desconocido.
—¿Por eso tantas flores? —pregunté— ¿Porque es una tumba?
Él se encogió de hombros.
Sonreí, se veía a las claras que no estaba de acuerdo con las excentricidades de mi cuñado.
—Supongo que a Samuel le atrae el hecho de que se trate de un proscrito, un paria…Ya sabes cómo es él.
—Yo solo digo que si la iglesia no lo quería allí, por algo será. Mejor habría sido dejar la tumba como estaba.
—¿Y cómo estaba?
—Había ahí mismo una cruz de piedra con las fechas, pero hubo que sacar la cruz para poner la glorieta —Y señaló hacia el techo —. Un día se va a caer de allá arriba y mata a alguien, y después el muerto nos maldice para siempre.
Lo miré riendo, creyendo que bromeaba, pero estaba muy serio.
Mientras me alejaba hacia la casa observé la glorieta y miré el capitel. Efectivamente estaba formado por una cruz de piedra estilo gótico de unos ochenta o noventa centímetros de alto, que colocada allí arriba se veía imponente.
Me detuve y la miré con preocupación, tal como decía Pedro si se caía sobre la cabeza de alguien podría matarlo. En cuanto a la posibilidad de que el muerto echara una maldición a toda la familia, no tenía dudas que eso también podía pasar.
El domingo a la noche ya estaba en casa otra vez, en mi moderno apartamento lleno de luz y buena calefacción.
Había pasado tres hermosos días, me había divertido de verdad y había disfrutado de mi sobrina. Esa mañana ella solita me había llevado al bosque y me había mostrado algunos de sus escondites. El lugar era en verdad asombroso, y lo más increíble era que sus padres la dejaran explorar libremente los parques de la casa con ese tupido bosque lindando con la propiedad.
Debo
reconocer que yo llevaba metido en el cuerpo el miedo que crece
después de vivir años en una ciudad enorme y peligrosa, donde ni en
sueños los niños andan solos por la calle, y donde los padres los
llevan en coche a todos lados, aun siendo adolescentes.
Samuel y
Lucia visitaban el bosque con Adela casi todos los días, a veces aún
bajo la lluvia. Ella conocía perfectamente todo el paraje y nunca
se alejaba de los jardines más que unos pocos metros, pero no tenía
todavía cuatro años y a veces eso me preocupaba un poco.
Esa semana trabajé como siempre, disfrutando de mis pacientes.
Me sentía agradecida de estar dentro de ese grupo de privilegiados que aman su trabajo. Hacía años que había dejado de tratar a niños con traumas serios, y ahora me dedicaba a casos menos complejos. Había sido un tiempo muy estresante en mi vida, al que sin dudas no quería volver.
También había limitado la consulta a tres veces por semana, lo que me daba tiempo para mí misma, para visitar a mi familia y salir con mis amigos. En fin, que mi vida era casi perfecta.
Casi.
Estaba
guardando todo en mi maletín cuando Marisa, mi secretaria, abrió la
puerta después de golpear suavemente.
—¿Todavía aquí?
—pregunté asombrada.
—Ya me iba, y casi olvidé dejarte
esto. Es el número de… —miró el papel antes de entregármelo—
Lucas Borghi, te llamó dos veces, y me pidió que lo llamaras lo
antes posible.
Extendí
la mano para tomar la nota.
—¿Dijo qué necesitaba?
—pregunté, y noté que me temblaba la voz.
—No,
nada —respondió ella, sin darse cuenta de mi turbación.
Dejé
el post-it sobre el escritorio y ella, despidiéndose, se marchó.
El
nombre destacaba en mayúscula en la parte superior del pequeño
papel, pareció agrandarse y expandirse mientras yo lo miraba.
Me
senté y traté de controlar mis emociones.
¿Por qué ahora?
Años obligándome a olvidar, a no sentir, años sin siquiera
repetir su nombre en mi mente ni una vez…
Un flash de los tres riendo me cegó momentáneamente.
“¡Basta!” dije.
Me levanté y tomé mi bolso y el teléfono móvil.
“Los tres mosqueteros” decía Lucas mientras Damian reía. “Los tres mosqueteros eran en realidad cuatro… Nos falta uno…”
Me incliné sobre el escritorio para apagar la lámpara.
“¡Una novia para Lucas!” indicaba yo riendo, “¡Eso es lo que nos falta!”
Apoyé las manos en el escritorio, mientras mis ojos se inundaban por las lágrimas.
“¡Basta!” repetí.
“¡No!… Con dos tontos enamorados es suficiente” y mientras Lucas se burlaba, Damian me tomaba en sus brazos para besarme.
“¡Basta! ¡Basta, por favor!”
Suspiré
y abrí los ojos, una lágrima resbaló lentamente hasta caer sobre
el escritorio. Se quedó inmóvil como una lupa diminuta sobre la
madera oscura.
Y ya no pude resistirme más, sus ojos me miraron
a través de la nebulosa de los recuerdos, y su risa inundó de
pronto la habitación.