Capítulos del 1 al 5
PRÓLOGO
CAPITULO
1
Un pequeño gruñido. Abrí los ojos y la miré.
–¿Qué?–pregunté.
–Preguntaba cómo va todo con Ian.
–Bien–repetí–. ¿Por qué?
Me miró de soslayo.
–Te noto insegura. Creo que estás tratando de retrasar lo inevitable.
–¿Qué quieres decir?
–Tú sabes lo que quiero decir.
Se volvió hacia mí y me miró directamente a los ojos.
Desvié la mirada, incómoda.
–Bueno, siempre me cuesta un poco dar ese paso. Me conoces bien, sabes cómo soy, quiero estar segura, apenas hace un par de meses…
Sonrió con ternura, como si yo fuera una niña.
–Sí, te conozco–y riendo añadió–. Verdaderamente, ese chico es un santo.
Reímos las dos.
–¿Sabes? Creo que no es solo eso.
–¿No es un santo?–preguntó sonriendo.
–Sí, pero…
–¿Qué?
Me arrepentí de haber comenzado a hablar.
–Nada, una tontería.
Ella me conocía demasiado.
–¿Qué pasa?
–No sé, no puedo dejar de pensar en…en él.
–¿En quién? ¿En Ian?
–No, ojalá fuera así.
–¿En quién?
Hice una mueca.
–En el desconocido–me miró frunciendo el ceño–. El que no se moja–dije.
–Ahhh… ¿de verdad?–parecía asombrada.
Asentí.
–Pero hace más de un mes que pasó aquello, ¿todavía piensas en él?
–Creí que sería algo pasajero, pero no puedo quitármelo de la cabeza.
Sonreí y agregué:
–Es ridículo, yo no soy así.
–No. Yo soy así…
Reímos.
–¿Sabes? Quiero olvidarlo, pero no puedo. Pienso en él casi cada día. Y por otro lado está Ian…
–¿Lo quieres?
–¿A quién?
Me sonrió.
–A Ian.
Suspiré mordiéndome el labio. Lo miré, mientras saltaba para tomar la pelota. Desprendía energía y vitalidad, creo que nadie podía evitar sonreír al mirarlo.
–No lo sé…
Como si presintiera que hablábamos de él, se volvió. Entrecerraba los ojos por el sol mientras buscaba mi mirada. Una oleada de ternura me invadió.
–Sí, claro que lo quiero, es mi mejor amigo. Aparte de ti es la persona en quien más confío.
–Pero…
–Ian es paz, ternura, equilibrio. Es mi mundo conocido.
–¿Y el otro?
Traté de ordenar mis sentimientos, era casi imposible definirlos con palabras.
–Él es misterio, romanticismo, pasión…
Me volví a mirarla, me observaba con una mirada extraña.
–¿Qué piensas?–pregunté.
–No sé, creí que tú te quedarías con “lo conocido”, con “la paz y la ternura”.
Le sonreí con tristeza.
–Sí, yo también.
Volví a mirar a Ian sintiéndome culpable una vez más, observé su sonrisa luminosa mientras un recuerdo venía a mi memoria.
Una noche de invierno unos meses atrás en ese mismo lugar.
Nos habíamos reunido todos para cenar, pasaríamos el día siguiente allí y teníamos planes para todo el fin de semana.
Cantamos y reímos alrededor de una fogata y poco a poco todos fueron entrando en la casa hasta que solo quedamos fuera Ian y yo. Éramos amigos, quizás los mejores amigos.
Él permanecía en silencio mientras yo observaba el cielo sembrado de estrellas. Las disfrutaba como solo se pueden disfrutar lejos de las luces de la ciudad.
–Aquella es Cánope –dije señalando a lo lejos–. Se puede ver desde casi todos los continentes.
–¿Cuál?
Me aproximé poniéndome por detrás mientras acercaba mi cara a la suya y le señalaba un punto brillante.
–Aquella, la que se ve amarilla, ¿la ves? Destaca bastante de las demás, es más grande.
–¿La que está junto a esas dos pequeñas?–preguntó. señalando a su vez–. ¿Cómo se llama?
–Cánope. Bueno en realidad el nombre es Alfa Carinae, Cánope la llamaban en la antigüedad.
–¿Qué significa?
Me volví a acomodar en mi lugar a su lado.
–Dicen que proviene de un término egipcio que significa “tierra dorada”.
–Porque es amarilla…
–Supongo. Por esa estrella se guiaban los navegantes en la antigüedad. Cánope, junto a la Estrella Polar y la Cruz del Sur.
–¿Qué arriesgado guiarse por las estrellas, ¿no?–comentó mirando el cielo.
–Sí, hoy parece imposible, pero hasta no hace mucho era el método que usaban cuando fallaban otros instrumentos de navegación.
–Lo sé –dijo–, y es una buena forma de guiarse en el campo si estás totalmente perdido.
Se quedó pensativo unos segundos.
–¿Has estado perdido alguna vez?–pregunté.
Negó con la cabeza y después se volvió a mirarme.
–No, no en el campo…
–¿Y dónde te has perdido?
–Me siento perdido cuando no te tengo cerca. Me quedé mirándolo asombrada.
–Puedo entender a esos marineros, solos, en medio de la nada. Y entonces miraban el cielo y allí estaba su salvación, una estrella preciosa, brillante y dorada mostrándoles cómo seguir. Tragué con dificultad sintiendo que un nudo de nervios se formaba en mi estómago.
–¡¿Dónde
están?! ¡Ja Ja Ja!–la risa macabra contrastaba con los gemidos ahogados, de
quienes intentaban no ser descubiertos.
—Los encontraré...
Se escucharon unos chillidos de deleite y un macizo de flores se movió sospechosamente.
Se volvió y, al verme mirándolo, guiñó un ojo con complicidad.
–¡Allá voy!
Unos grititos histéricos volvieron a mover las flores.
Lo observaba desde mi mecedora mientras caía la tarde. El sol se escondía lentamente en el horizonte, arrancando del cielo todos los colores del arco iris.
Los años no habían hecho sino acentuar lo más hermoso de sus rasgos. Alguien podría decir que era mi amor lo que me hacía verlo así. Tal vez.
Los niños salieron de su escondite para asustarlo, él los atrapó a los dos por la cintura y rodaron por el césped. Los gritos de los tres llenaban el jardín, sonreí feliz.
–Abuelo, busquemos insectos–la dulce vocecita se perdió entre las protestas de su hermano.
–No, no ¡Juguemos al escondite otra vez!
Mientras los niños discutían me miró desde el extremo del jardín, como pidiendo auxilio. Sonreía.
Una paz exquisita invadió mis sentidos. La vida, mi vida, era perfecta. Tenía lo que siempre había deseado, el amor de un hombre extraordinario al que amaba. Y esos pequeños monstruos que eran el fruto de una vida feliz y plena.
Me sentí agradecida por las decisiones que había enfrentado muchos años atrás, cuando era un jovencita insegura e inexperta que creía saber mucho acerca del amor.
Ojalá hubiera tenido en ese tiempo la experiencia y la sabiduría acerca de la vida que tenía ahora. Habría sufrido menos, muchísimo menos.
Pero ahora yo era lo que la vida y los años me habían enseñado. Lo que sufrí, lo que esperé, la distancia, las pérdidas, me habían vuelto más madura, más paciente, más reflexiva.
Recordando esos años, no podía decir que habían sido fáciles. No, había estado muy confundida y también me había equivocado en el camino, pero–y suspiré con satisfacción–todo había valido la pena.
Se acercó mientras los niños se entretenían con una lupa. Se sentó a mi lado, tomó mi mano y me miró a los ojos. Me gustaban esas pequeñas arrugas que rodeaban los suyos y que se acentuaban al sonreír.
–Estás preciosa. Creo que me has conquistado completamente.
Acaricié su mejilla.
–¡Al fin! Pensé que nunca lo lograría.
Me besó suavemente en los labios.
–Te entregué mi corazón hace más de cuarenta años, ¿lo recuerdas?– dijo en un susurro.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
–Sí. Te amo.
Los gritos de los niños nos interrumpieron.
–¡Mira abuelo! ¡Ven! ¡Es enorme!
Los miré preocupada. ¿Qué bicho habrían encontrado?
Sonrió ante mi cara y volvió a besarme.
–No te preocupes, si es una tarántula Goliat no dejaré que la conserven–y se dirigió hacia donde estaban los pequeños.
Lo miré alejarse, su andar era más pesado y tal vez su cabello ya no se veía tan espeso, pero mi corazón todavía saltaba al verlo llegar o al escuchar su voz susurrando en mi oído.
Los recuerdos se agolparon desordenados en las puertas de mi mente, a cual más nítido. Sin querer me encontré tratando de buscar el primero, el que había dado inicio a todo.
Sí, sin duda podría decir que todo comenzó un día de primavera del mes de mayo…
—Los encontraré...
Se escucharon unos chillidos de deleite y un macizo de flores se movió sospechosamente.
Se volvió y, al verme mirándolo, guiñó un ojo con complicidad.
–¡Allá voy!
Unos grititos histéricos volvieron a mover las flores.
Lo observaba desde mi mecedora mientras caía la tarde. El sol se escondía lentamente en el horizonte, arrancando del cielo todos los colores del arco iris.
Los años no habían hecho sino acentuar lo más hermoso de sus rasgos. Alguien podría decir que era mi amor lo que me hacía verlo así. Tal vez.
Los niños salieron de su escondite para asustarlo, él los atrapó a los dos por la cintura y rodaron por el césped. Los gritos de los tres llenaban el jardín, sonreí feliz.
–Abuelo, busquemos insectos–la dulce vocecita se perdió entre las protestas de su hermano.
–No, no ¡Juguemos al escondite otra vez!
Mientras los niños discutían me miró desde el extremo del jardín, como pidiendo auxilio. Sonreía.
Una paz exquisita invadió mis sentidos. La vida, mi vida, era perfecta. Tenía lo que siempre había deseado, el amor de un hombre extraordinario al que amaba. Y esos pequeños monstruos que eran el fruto de una vida feliz y plena.
Me sentí agradecida por las decisiones que había enfrentado muchos años atrás, cuando era un jovencita insegura e inexperta que creía saber mucho acerca del amor.
Ojalá hubiera tenido en ese tiempo la experiencia y la sabiduría acerca de la vida que tenía ahora. Habría sufrido menos, muchísimo menos.
Pero ahora yo era lo que la vida y los años me habían enseñado. Lo que sufrí, lo que esperé, la distancia, las pérdidas, me habían vuelto más madura, más paciente, más reflexiva.
Recordando esos años, no podía decir que habían sido fáciles. No, había estado muy confundida y también me había equivocado en el camino, pero–y suspiré con satisfacción–todo había valido la pena.
Se acercó mientras los niños se entretenían con una lupa. Se sentó a mi lado, tomó mi mano y me miró a los ojos. Me gustaban esas pequeñas arrugas que rodeaban los suyos y que se acentuaban al sonreír.
–Estás preciosa. Creo que me has conquistado completamente.
Acaricié su mejilla.
–¡Al fin! Pensé que nunca lo lograría.
Me besó suavemente en los labios.
–Te entregué mi corazón hace más de cuarenta años, ¿lo recuerdas?– dijo en un susurro.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
–Sí. Te amo.
Los gritos de los niños nos interrumpieron.
–¡Mira abuelo! ¡Ven! ¡Es enorme!
Los miré preocupada. ¿Qué bicho habrían encontrado?
Sonrió ante mi cara y volvió a besarme.
–No te preocupes, si es una tarántula Goliat no dejaré que la conserven–y se dirigió hacia donde estaban los pequeños.
Lo miré alejarse, su andar era más pesado y tal vez su cabello ya no se veía tan espeso, pero mi corazón todavía saltaba al verlo llegar o al escuchar su voz susurrando en mi oído.
Los recuerdos se agolparon desordenados en las puertas de mi mente, a cual más nítido. Sin querer me encontré tratando de buscar el primero, el que había dado inicio a todo.
Sí, sin duda podría decir que todo comenzó un día de primavera del mes de mayo…
Era
un día de primavera del mes de mayo.
Yo escuchaba, algo distraída, a nuestro profesor de “Exoplanetas y exobiología”,
o, como le decíamos habitualmente, “exo”.
–¿Existen otros mundos como el nuestro?
Toda la clase se quedó en silencio un momento. Sin duda la pregunta nos había
tomado por sorpresa.
–Con vida inteligente–añadió dejándonos aún más perplejos.
–No se sabe–aventuró alguien–. En realidad solo conocemos las características
de algunos planetas de nuestro propio sistema estelar.
Mijovich nos miraba sin contestar, esperaba.
–¿Alguien piensa que existe algún mundo como el nuestro?
Silencio total. Nadie quería arriesgarse.
Dio la vuelta y se apoyó en el escritorio.
–¿Quién ha leído la Biblia?
Algunas manos se levantaron.
–En la Biblia nos habla de eso. En esa época ya tenían ese conocimiento–agregó con una sonrisa.
Ninguno de los lectores bíblicos conocía la respuesta.
Miró el reloj.
–Bien, para la próxima clase quiero que preparen un trabajo con un análisis sobre los planetas conocidos: analicen atmósfera, agua, hielo, rocas, subsuelo, rotación, traslación, todo lo que se les ocurra, y las posibilidades de vida en cada uno –y se volvió para comenzar a recoger sus cosas.
–¡Nos llevará años!– dijo Andrés.
Mijovich sonreía.
–Lamentablemente solo tienes una semana.
–Pero si en realidad las posibilidades de que exista vida inteligente es muy remota–insistió Andrés.
–Te dejaré con el pensamiento de un gran astrónomo: “Si contáramos todos los granos de arena de todas las playas y desiertos de nuestro planeta, no equivaldrían ni a la mitad de las estrellas que existen en el universo”. Así que entre esa incontable cantidad de estrellas, puede que exista algún mundo similar al nuestro ¿No crees?
Mientras recogíamos se escuchaban cuchicheos, había despertado una duda inteligente en algunos.
–En la Biblia nos habla de eso. En esa época ya tenían ese conocimiento–agregó con una sonrisa.
Ninguno de los lectores bíblicos conocía la respuesta.
Miró el reloj.
–Bien, para la próxima clase quiero que preparen un trabajo con un análisis sobre los planetas conocidos: analicen atmósfera, agua, hielo, rocas, subsuelo, rotación, traslación, todo lo que se les ocurra, y las posibilidades de vida en cada uno –y se volvió para comenzar a recoger sus cosas.
–¡Nos llevará años!– dijo Andrés.
Mijovich sonreía.
–Lamentablemente solo tienes una semana.
–Pero si en realidad las posibilidades de que exista vida inteligente es muy remota–insistió Andrés.
–Te dejaré con el pensamiento de un gran astrónomo: “Si contáramos todos los granos de arena de todas las playas y desiertos de nuestro planeta, no equivaldrían ni a la mitad de las estrellas que existen en el universo”. Así que entre esa incontable cantidad de estrellas, puede que exista algún mundo similar al nuestro ¿No crees?
Mientras recogíamos se escuchaban cuchicheos, había despertado una duda inteligente en algunos.
De
camino a la cafetería de la universidad, Ronda hablaba mientras revisaba su teléfono
móvil.
–¡Qué hombre! Siempre tiene la respuesta justa. Creo que podría enamorarme de él.
–Ya estás enamorada de él–le recordé mientras bajábamos las escaleras.
–Sí, ¿verdad? ¡Es que es tan inteligente! Es imposible no enamorarse de alguien así… creo que podría re-enamorarme de él–y rio de su propia broma.
–Teniendo en cuenta la rapidez con que te des-enamoras, enamorarse dos veces de la misma persona ya es muy profundo–ella reía
–¡Qué mala eres! ¿A que es atractivo?
–¡Es un viejo!–dije saludando con la mano a unas compañeras.
–¿Viejo?, si tendrá unos cuarenta años. Es maduro.
–¡Perfecto para ti!
Me dio un golpecito en el brazo.
–Bueno, tú eres la madura y yo la divertida, quedamos en paz.
–¿A qué hora es tu clase?–pregunté mientras nos sumergíamos en el bullicio de la cafetería.
–En una hora. ¿Viene Ian a buscarte?– inquirió mientras tratábamos de acercarnos a pedir un café.
–No, tiene guardia.
–No hay nada más aburrido que tener un novio médico… o abogado–dijo mientras llamaba la atención de la chica de la barra –. Dos descafeinados, por favor.
–Bueno, aún no es mi “novio”–comenté un poco incómoda.
–Te ha besado ya, y tratándose de ti, eso ya lo pone en la categoría de “novio”.
–No, no hablaremos de eso hoy, te pones muy pesada con el tema.
Nos sentamos en un rincón atestado de gente.
–Dime, Eli–obviamente no me iba a dejar en paz–. ¿Qué tiene de malo? ¿Qué defectos le encuentras? Es romántico y dulce, súper atractivo, y además ya está haciendo su tercer año de residencia así que casi ha terminado la carrera. Y sabes que está loco por ti. ¿Qué más le falta?–dijo apoyando su cara entre las manos esperando mi respuesta.
–Nada, es perfecto.
–Pero…
–No sé, creo que es lo de siempre–respondí sintiéndome un poco avergonzada.
–No sientes “eso”–señaló asintiendo con la cabeza mientras revolvía su café.
–No siento “eso”–repetí yo.
–Creo que lo que pasa es que fueron amigos mucho tiempo, no es fácil pasar de amigos a novios, es muy complicado.
–Sí, lo sé, quizás fue un error, pero todo se dio tan naturalmente…
–Ian siempre estuvo enamorado de ti, era más que evidente. Lo que no entiendo es por qué esperó tanto para decírtelo.
La miré algo sorprendida.
–¿Lo dices en serio?
–¿Qué? ¿Tienes dudas? Vamos Eli, alguno de los chicos te lo habrá comentado alguna vez.
–La verdad es que no– dije pensativa.
–Uno no se puede enamorar de su mejor amigo…
Sonreí, mientras jugaba distraídamente con la cucharilla.
–Mi padre decía todo lo contrario.
Apartó su taza y me miró a los ojos. Se había puesto seria.
–Eli, cielo, no sé si Ian es el hombre correcto o no, pero no debes esperar a sentir lo que otros han sentido, cada persona es diferente. Que para tu madre enamorarse de tu padre haya sido…algo especial...”Como encontrar el camino de regreso a casa”, no quiere decir que será así para ti. Tú sentirás otras cosas y tal vez no sea tan mágico, pero igual puede ser bueno, ¿no?– me sonrió y volvió a tomar su café.
Era la única que conocía esas intimidades sobre mí. Éramos amigas desde los tres años, habíamos vivido juntas todo, toda la vida. Era la única que entendía–aunque no la compartía– mi forma anticuada de pensar en cuanto al matrimonio, al sexo y al amor. Era la única que sabía que mi verdadero sueño al estudiar astrofísica era ir al espacio y pisar por primera vez un planeta desconocido, la única que de pequeñas no se había reído cuando se lo conté, sino que sonriendo había respondido “¡Yo también quiero ser astronauta!”. Eso había sellado nuestra amistad para siempre. Era mi amiga, mi mejor amiga, y se preocupaba por mí.
–Lo sé, Ronda, claro que lo sé. Quizás nunca encuentre eso. Sé que es muy difícil. Pero quiero sentir algo fuerte, algo que me diga: “Es él”.
Ella me miraba desesperanzada.
–¿Y si no sientes eso nunca?
–Pues me quedaré sola, seré una solterona que se dedicará totalmente a su carrera. Así que no te preocupes.
–Tú no eres de esas. A ti te encantan los niños.
–Seré la tía solterona y mimaré a los tuyos.
–A mí no me gustan los niños.
–Vamos Ronda, deja ya el papel de hermana mayor –dije riendo–. De todos modos aun no es tiempo ni de casarme ni de comprometerme, falta mucho para tener que tomar esas decisiones.
Y sonriendo me levante de la mesa. Ronda me imitó.
–Me voy. Tengo que volver en tres horas. Nos vemos luego.
Le di un beso en la mejilla y me alejé mientras ella movía la cabeza.
Sabía qué estaba pensando.
Era verdad, yo no tenía remedio.
–¡Qué hombre! Siempre tiene la respuesta justa. Creo que podría enamorarme de él.
–Ya estás enamorada de él–le recordé mientras bajábamos las escaleras.
–Sí, ¿verdad? ¡Es que es tan inteligente! Es imposible no enamorarse de alguien así… creo que podría re-enamorarme de él–y rio de su propia broma.
–Teniendo en cuenta la rapidez con que te des-enamoras, enamorarse dos veces de la misma persona ya es muy profundo–ella reía
–¡Qué mala eres! ¿A que es atractivo?
–¡Es un viejo!–dije saludando con la mano a unas compañeras.
–¿Viejo?, si tendrá unos cuarenta años. Es maduro.
–¡Perfecto para ti!
Me dio un golpecito en el brazo.
–Bueno, tú eres la madura y yo la divertida, quedamos en paz.
–¿A qué hora es tu clase?–pregunté mientras nos sumergíamos en el bullicio de la cafetería.
–En una hora. ¿Viene Ian a buscarte?– inquirió mientras tratábamos de acercarnos a pedir un café.
–No, tiene guardia.
–No hay nada más aburrido que tener un novio médico… o abogado–dijo mientras llamaba la atención de la chica de la barra –. Dos descafeinados, por favor.
–Bueno, aún no es mi “novio”–comenté un poco incómoda.
–Te ha besado ya, y tratándose de ti, eso ya lo pone en la categoría de “novio”.
–No, no hablaremos de eso hoy, te pones muy pesada con el tema.
Nos sentamos en un rincón atestado de gente.
–Dime, Eli–obviamente no me iba a dejar en paz–. ¿Qué tiene de malo? ¿Qué defectos le encuentras? Es romántico y dulce, súper atractivo, y además ya está haciendo su tercer año de residencia así que casi ha terminado la carrera. Y sabes que está loco por ti. ¿Qué más le falta?–dijo apoyando su cara entre las manos esperando mi respuesta.
–Nada, es perfecto.
–Pero…
–No sé, creo que es lo de siempre–respondí sintiéndome un poco avergonzada.
–No sientes “eso”–señaló asintiendo con la cabeza mientras revolvía su café.
–No siento “eso”–repetí yo.
–Creo que lo que pasa es que fueron amigos mucho tiempo, no es fácil pasar de amigos a novios, es muy complicado.
–Sí, lo sé, quizás fue un error, pero todo se dio tan naturalmente…
–Ian siempre estuvo enamorado de ti, era más que evidente. Lo que no entiendo es por qué esperó tanto para decírtelo.
La miré algo sorprendida.
–¿Lo dices en serio?
–¿Qué? ¿Tienes dudas? Vamos Eli, alguno de los chicos te lo habrá comentado alguna vez.
–La verdad es que no– dije pensativa.
–Uno no se puede enamorar de su mejor amigo…
Sonreí, mientras jugaba distraídamente con la cucharilla.
–Mi padre decía todo lo contrario.
Apartó su taza y me miró a los ojos. Se había puesto seria.
–Eli, cielo, no sé si Ian es el hombre correcto o no, pero no debes esperar a sentir lo que otros han sentido, cada persona es diferente. Que para tu madre enamorarse de tu padre haya sido…algo especial...”Como encontrar el camino de regreso a casa”, no quiere decir que será así para ti. Tú sentirás otras cosas y tal vez no sea tan mágico, pero igual puede ser bueno, ¿no?– me sonrió y volvió a tomar su café.
Era la única que conocía esas intimidades sobre mí. Éramos amigas desde los tres años, habíamos vivido juntas todo, toda la vida. Era la única que entendía–aunque no la compartía– mi forma anticuada de pensar en cuanto al matrimonio, al sexo y al amor. Era la única que sabía que mi verdadero sueño al estudiar astrofísica era ir al espacio y pisar por primera vez un planeta desconocido, la única que de pequeñas no se había reído cuando se lo conté, sino que sonriendo había respondido “¡Yo también quiero ser astronauta!”. Eso había sellado nuestra amistad para siempre. Era mi amiga, mi mejor amiga, y se preocupaba por mí.
–Lo sé, Ronda, claro que lo sé. Quizás nunca encuentre eso. Sé que es muy difícil. Pero quiero sentir algo fuerte, algo que me diga: “Es él”.
Ella me miraba desesperanzada.
–¿Y si no sientes eso nunca?
–Pues me quedaré sola, seré una solterona que se dedicará totalmente a su carrera. Así que no te preocupes.
–Tú no eres de esas. A ti te encantan los niños.
–Seré la tía solterona y mimaré a los tuyos.
–A mí no me gustan los niños.
–Vamos Ronda, deja ya el papel de hermana mayor –dije riendo–. De todos modos aun no es tiempo ni de casarme ni de comprometerme, falta mucho para tener que tomar esas decisiones.
Y sonriendo me levante de la mesa. Ronda me imitó.
–Me voy. Tengo que volver en tres horas. Nos vemos luego.
Le di un beso en la mejilla y me alejé mientras ella movía la cabeza.
Sabía qué estaba pensando.
Era verdad, yo no tenía remedio.
En
vez de tomar el autobús decidí caminar, se estaban formando algunos nubarrones,
pero me gustaba la lluvia y me sedujo la idea de mojarme un poco.
Rondaba en mi cabeza nuestra charla, y quería reflexionar a solas. Sabía que mi
amiga tenía razón, pero era tan difícil no sentirme así. Había vivido toda mi
vida junto a dos personas que se complementaban increíblemente: se divertían
juntas y lloraban juntas, discutían, sí, pero no podían estar enojados más que
por unos pocos minutos. Era imposible no desea eso en mi propia vida. ¿Era tan malo no querer
conformarme con menos?
Cuando mamá enfermó, sólo la angustia de saber que mi padre se quedaría sin
ella superaba mi propia pena. ¿Cómo haría él para vivir así?, sería como
quedarse sin la mitad de sí mismo. Por eso no fue una sorpresa que a los seis
meses de morir mamá, él muriera de un ataque al corazón. La gente no podía
entenderlo, ¡eran los dos tan jóvenes! Pero a pesar del pánico que sentía por
quedarme sola, estaba tranquila. Ahora estaban juntos, “otra vez en casa”.
Comenzó a llover. Las gotas frías se mezclaron con mis lágrimas. Me haría bien
llorar, al recordar a mis padres siempre volvía ese sentimiento de desamparo.
La lluvia se hacía más intensa y yo estaba casi empapada. Corrí hasta
refugiarme bajo el toldo de una vieja tienda cerrada, tendría que esperar.
Cada vez llovía con más fuerza, había relámpagos y los truenos se volvían más y
más ensordecedores.
De repente la calle quedó desierta. Ni personas, ni coches. La tormenta daba
miedo, parecía que el cielo iba a caer en pedazos.
A través de la espesura del furioso temporal, lo vi.
Estaba parado en la acera de enfrente, en medio de la lluvia, erguido, inmóvil y sereno. No parecía molestarle el
frío aguacero, estaba muy quieto mirando hacia el frente. Parecía que me observaba
a mí.
Entrecerré los ojos mirándolo con curiosidad, tratando de adivinar qué hacía
allí.
Mientras los minutos pasaban y la tormenta continuaba, él permanecía quieto en
su lugar, como esperando algo.
Un sentimiento de inquietud me invadió, no me perdía de vista y la calle estaba
totalmente vacía. Nos encontrábamos solos.
En el momento en que decidí comenzar a caminar para alejarme, se movió y empezó
a cruzar la calle. Entonces el pánico se apoderó de mí y no pude moverme.
Caminaba lentamente, y mientras mil pensamientos aterradores venían a mi mente,
descubrí que estaba totalmente paralizada.
Se detuvo a un par de metros. Traté de
dar unos pasos hacia atrás, pero mis piernas se mantuvieron inmóviles.
Era alto, fornido y de facciones duras, solo su tamaño imponía respeto. Tenía el
cabello oscuro y lo llevaba muy corto. Sabía que me miraba directamente a los
ojos, aunque no podía ver los suyos claramente desde donde me encontraba.
Dio unos pasos hacia mí, acortando la distancia, hasta que se detuvo a unos
palmos.
Entonces sí pude verlos: increíblemente hermosos, verdes y brillantes, con
finas betas de plata. Mientras lo observaba fascinada, me di cuenta que todo él
parecía mirarme, y tenerme allí atrapada. Repentinamente una profunda sensación
de paz me invadió, mi cuerpo se relajó totalmente y, sin saber cómo, me olvidé
de todos mis temores. Era una sensación confusa pero a la vez liberadora: me
sentía plenamente cómoda, mirándolo mientras él me miraba, sin pronunciar una
sola palabra.
Al fin salí de mi trance.
–¿Qué estás haciendo aquí?–pregunté.
–Esperando.
Su voz era profunda y cálida.
–¿Esperando?
–Esperándote a ti.
¡Y en ese momento me di cuenta!
Miré su cabello, su cara, sus hombros.
Acerqué una mano y lo toqué.
–¡Estás seco!–dije en un susurro.
No contestó. Sostuvo mi mano contra su pecho unos segundos, sonrió levemente y
comenzó a alejarse. Se dio vuelta al cruzar la calle y me miró una vez más.
Y se fue.
Me quedé de pie en el mismo lugar observando la nada hasta que la lluvia paró y
el sol se abrió paso entre las nubes.
–Eso
es imposible–dijo Ronda mientras desayunábamos juntas a la mañana siguiente– ¿Estaba
seco después de pasarse más de quince minutos bajo la lluvia?
–Ronda, te aseguro que lo toqué y estaba completamente seco. ¡Es tan extraño!,
no fue mi imaginación. Pero eso es lo de menos.
–¿Lo de menos? Querida, te encuentras con un hombre bajo la lluvia que se
acerca, te dice cosas incoherentes y se va sin decir nada más… bueno, hay mucha
gente extraña. Pero que no se moje, eso sí que es algo un poquito inusual.
–Quiero decir que todo fue muy insólito. No solo eso, sino cómo era él, y lo
que sentí. No sé, nunca me había sentido así.
–Entiendo…–dijo sonriendo.
–¡No seas tonta! ¡Al principio estaba aterrada!
–Hasta que lo miraste a los ojos.
–Sí.
Ronda se reía de mí, no sé si creía
exactamente todo lo que le había contado. Tal vez pensaba que exageraba en las peculiaridades
de la anécdota.
–En serio, él era muy raro, además dijo que me estaba esperando. Y lo dijo de
una manera tan…tan…inexpresiva.
–¿Inexpresiva?–preguntó frunciendo las cejas
–Sí, con poca expresión.
Ronda puso los ojos en blanco.
–Ya sé lo que significa inexpresiva.
–Quiero decir sin emoción. No sé, eran palabras bonitas, “estoy esperándote a ti”, pero lo dijo casi con frialdad.
Imposible tratar de explicárselo.
–¿Te gustó?
–¿Qué?
–¿Te pareció atractivo?
–Sí… pero de una manera diferente. Sin duda es un hombre al que miraría si lo
cruzo en la calle, pero a la vez tiene algo diferente, algo rudo e inaccesible,
y su mirada…
Ronda me observaba en silencio con una sonrisa.
–¿Qué?–pregunté.
–Solo pensaba–contestó con su expresión burlona–. Pero no te preocupes,
volverás a verlo.
–¿Te parece? ¿Crees que volverá?
–¡Seguro! Creo que tiene algo más que decirte.
De modo que los días siguientes esperé.
¿Qué esperaba? No lo sabía realmente.
Tal vez que se terminara esa ansiedad, tan rara en mí, que me tenía distraída y
preocupada.
O quizás olvidar todo lo que había pasado para continuar con mi vida. Habían
sido unos pocos minutos con un hombre que no había visto jamás ¡y que solo me
había dicho cuatro palabras! No era normal que me sintiera así. Sin embargo, en
ese corto tiempo que había pasado frente a él, había sentido tantas cosas y tan
profundas que casi me asustaba pensar en ellas. Lo más curioso era que yo no
era así, siempre me había reído de los
que creían en el amor a primera vista. Pero, ahí estaba, totalmente subyugada
por el recuerdo de un hombre desconocido. Y lo peor era que muy dentro de mí
sabía que, lo que esperaba realmente era, volver a verlo.
¿Estaría enamorada? ¿Me habría enamorado de ese hombre? La idea me asustaba y
me atraía a la vez.
Ese día, en la cafetería de la universidad mis pensamientos volaban en esa
dirección.
–¡Qué cara! ¿En quién estabas pensando?–dijo de pronto Ian, haciendo que me
sobresaltara–. Espero que no en mí, ¡tenías ojos asesinos!
–¡Ian!– la alegría me invadió instantáneamente–.No te esperaba. Pensé que
volvería triste y sola a casa.
Un largo suspiro se escapó de mis labios, y deseé que con él se fueran todos
esos pensamientos obsesivos.
–Hola, luz de mi vida–dijo a unos centímetros de mi cara y depositó un beso suave en mis labios.
Siempre que me llamaba así enternecía mi corazón. La primera vez había sido apenas
un mes atrás, el día que se atrevió a mostrarme algo, solo una partecita de sus
sentimientos. Sonreí al recordarlo.
–¿Y cómo es que ya estás aquí?
–Bueno es que me pude escabullir temprano, hay residentes nuevos a los que
están exprimiendo ahora. ¡Ya le tocaba sufrir a otro, hace más de dos años que
me tienen así!–dijo tomándome la mano.
–Ya te queda poco. En unos meses habrás terminado y estarás buscando una plaza en
algún importante hospital… ¡Y empezarás a maltratar a los pobrecitos residentes!
Rió. Levantó la vista de mis manos y me miró a los ojos.
Sentí un escalofrío. No debía haber dicho eso, sabía lo que estaba pensando.
Terminar la residencia significaba que tendría que irse de la ciudad. No estaba
segura delo que él esperaba referente a nosotros, pero lo presentía.
–¿Vas a tomar algo? –pregunté tratando de distraerlo–. Yo pedí un chocolate
pero hay tanta gente que aún no me lo sirven.
No quería que habláramos ahora de ese tema. No quería que él se atreviera a
proponerme algo que yo no estaba preparada para decidir.
Lo entendió. Y se sintió triste. Tal vez percibía que en nuestra relación el
nivel de compromiso de los dos no era el mismo.
–Voy a buscar un café y una tostada. Y traeré tu chocolate, si nos quedamos
esperando nos volveremos viejos.
Me sonrió mientras se alejaba hacia la barra. ¡Se veía tan bien, con su camisa
negra que destacaba aún más sus ojos oscuros!
¿Por qué justamente ahora todo se complicaba?, ¿Por qué no podía simplemente
enamorarme de Ian, que evidentemente estaba enamorado de mí, y olvidar todo lo
que había pasado?
Volvió haciendo equilibrio con las tazas y los platos. Al pasar junto a una
mesa de chicas todas se volvieron a mirarlo. No sé si las ignoró o no se dio
cuenta. Eso me gustaba de él, parecía no saber la impresión que provocaba en
las mujeres.
–¡Misión cumplida!–dijo sonriendo mientras me acercaba el chocolate–. Te he
pedido también una tostada, debes alimentarte mejor.
–Sí, doctor–dije.
–Lo digo en serio, últimamente nunca tienes hambre. Vas a desaparecer–me miraba
con aire protector. Me di cuenta que me seducía la idea de que él me protegiera
y cuidara de mí. Sonreí.
Como si leyera mis pensamientos, dijo mirándome con ternura:
–Ojalá me dejaras cuidar de ti.
Desvié la mirada y él bajó la vista a su taza.
–Soy un buen profesional, no te arrepentirías–agregó bromeando. Pasábamos juntos casi todo nuestro tiempo libre. Él me había mostrado todos los lugares bonitos de la ciudad y todos los recovecos que muchos no conocían. Llevaba más de siete años viviendo allí, yo apenas cuatro, así que conocía muchos lugares únicos. Disfrutaba con todo lo que me enseñaba. Él lo hacía fácil, siempre tenía alguna propuesta divertida e interesante. Le gustaba el cine, y también los museos, los conciertos sinfónicos y también los de rock. Siempre lo pasábamos muy bien juntos, habíamos sido amigos muchos años, él me conocía mejor que nadie, lo bueno y lo malo. Hacía poco tiempo que habíamos empezado a salir solos, y me gustaba estar con él, más de lo que había creído. Había empezado, incluso a echarlo de menos cuando estaba de guardia.
Como si leyera mis pensamientos, dijo mirándome con ternura:
–Ojalá me dejaras cuidar de ti.
Desvié la mirada y él bajó la vista a su taza.
–Soy un buen profesional, no te arrepentirías–agregó bromeando. Pasábamos juntos casi todo nuestro tiempo libre. Él me había mostrado todos los lugares bonitos de la ciudad y todos los recovecos que muchos no conocían. Llevaba más de siete años viviendo allí, yo apenas cuatro, así que conocía muchos lugares únicos. Disfrutaba con todo lo que me enseñaba. Él lo hacía fácil, siempre tenía alguna propuesta divertida e interesante. Le gustaba el cine, y también los museos, los conciertos sinfónicos y también los de rock. Siempre lo pasábamos muy bien juntos, habíamos sido amigos muchos años, él me conocía mejor que nadie, lo bueno y lo malo. Hacía poco tiempo que habíamos empezado a salir solos, y me gustaba estar con él, más de lo que había creído. Había empezado, incluso a echarlo de menos cuando estaba de guardia.
Decidí hacer un esfuerzo para poner las cosas en su lugar, Ian merecía una
oportunidad, el “otro” debía ser olvidado y enterrado.
Un par de semanas después nos juntamos en la casa de la playa, Ronda, Ian y el
grupo que formaban mis mejores amigos. Siempre encontrábamos una excusa para
reunirnos, algún cumpleaños, un examen aprobado, todo servía.
Esa primera tarde la pasamos bañándonos y disfrutando del mar: jugamos a la
paleta, al vóleibol y al fútbol.Luego tomamos el sol y nos relajamos hasta que comenzó a caer la tarde.
Ian no se había separado de mí, algunos de los chicos bromeaban al respecto y
él simplemente reía ante sus comentarios.
Después de cenar, salí fuera a tomar aire, el fresco del mar era delicioso. Me
quité la camisa que cubría mi bikini y lentamente entré en el agua.
Aún estaba tibia. La luna iluminaba suavemente las olas, y la noche. Podía
distinguir a lo lejos un yate con las luces encendidas y más allá, en un
costado, las luces de la ciudad perdiéndose al final de la bahía.
Nadé despacio, disfrutando de la sensación de libertad.
Empezaba a relajarme verdaderamente. Mis sentidos agradecían ese momento sin
preocupaciones ni estrés. Hacía tiempo que sentía que estaba en una encrucijada
en mi vida, un momento de decisiones que, tarde o temprano tendría que
enfrentar. Por un lado estaba Ian, alguien responsable, sincero y que yo sabía
tenía intenciones serías respecto a mí y esperaba formalizar nuestra relación.
Por otro lado mi carrera, casi en la recta final, con la opción de dedicarme
simplemente a la docencia, o comprometerme en el campo de la investigación. Pero
ahora, todo parecía aún más confuso, me sentía tan inmadura y tonta soñando
casi a diario con un hombre que no
conocía en lo absoluto y que llegaba para trastocar todos mis planes…
Escuché el chapoteo a mis espaldas. No pude distinguir sus facciones pero vi sus
ojos oscuros.
–Pareces una sirena–dijo con su voz algo ronca.
–¿Lo dices por lo bien que nado?– pregunté riendo.
–Lo digo porque me tienes atrapado, como ellas tenían a los navegantes.
–Mmmm, ellas eran malvadas.
Rio acercándose.
–Tú también, a veces.
–¿Si? ¿Y eso por qué?
–Porque me ves muerto a tus pies y apenas me dejas tocarte.
Me tomó de la cintura y me acercó hacia él. Sentí su cuerpo fuerte contra el
mío. Mil sensaciones, todas agradables, me recorrieron. Me miró un instante y
vi que había algo más que ternura y dulzura en sus ojos.
–Si te beso ahora, ¿me vas a dejar continuar?–dijo junto a mi boca.
El agua nos balanceaba suavemente y la noche nos acunaba.
–Depende de dónde quieras llegar–dije.
Me besó. Un beso pequeño y suave al principio. Se apartó y volvió a mirarme.
–Llegaré hasta dónde tú quieras.
Esta vez su beso fue intenso, quizás el más intenso que yo hubiera recibido
jamás. Es verdad que no era experta en ese tema, podía contar mis amores con
los dedos de una mano. Pero ese beso despertó en mí algo que nunca había experimentado
con tanta intensidad, y no era solo la sensación física. Hubo algo mucho más
profundo, que me asustó, un sentimiento de pertenencia que nunca había sentido
antes.
Me aparté suavemente. Él me miraba, esperando. Aún me tenía entre sus brazos y yo
sentía el corazón acelerado.
Sonreí confusa.
–Eres…eres demasiado…No sé si puedo confiar en ti–dije finalmente sonriendo. Acarició
mis labios.
Me miró unos instantes y volvió a besarme, un beso hermoso, corto y controlado.
–Eres mi perdición, Eli. A veces me desconozco.
Entendía lo que quería decir.
Me soltó y tomándome de la mano me llevó hasta la orilla.
Al día siguiente, mientras los chicos jugaban al voleibol Ronda vino a tirarse a mi lado en la arena.
El sol estaba delicioso y sentía que mi piel lo recibía con ansias.
–¿Cómo va todo?
–Bien–dije con los ojos cerrados–, necesitaba este descanso.Un pequeño gruñido. Abrí los ojos y la miré.
–¿Qué?–pregunté.
–Preguntaba cómo va todo con Ian.
–Bien–repetí–. ¿Por qué?
Me miró de soslayo.
–Te noto insegura. Creo que estás tratando de retrasar lo inevitable.
–¿Qué quieres decir?
–Tú sabes lo que quiero decir.
Se volvió hacia mí y me miró directamente a los ojos.
Desvié la mirada, incómoda.
–Bueno, siempre me cuesta un poco dar ese paso. Me conoces bien, sabes cómo soy, quiero estar segura, apenas hace un par de meses…
Sonrió con ternura, como si yo fuera una niña.
–Sí, te conozco–y riendo añadió–. Verdaderamente, ese chico es un santo.
Reímos las dos.
–¿Sabes? Creo que no es solo eso.
–¿No es un santo?–preguntó sonriendo.
–Sí, pero…
–¿Qué?
Me arrepentí de haber comenzado a hablar.
–Nada, una tontería.
Ella me conocía demasiado.
–¿Qué pasa?
–No sé, no puedo dejar de pensar en…en él.
–¿En quién? ¿En Ian?
–No, ojalá fuera así.
–¿En quién?
Hice una mueca.
–En el desconocido–me miró frunciendo el ceño–. El que no se moja–dije.
–Ahhh… ¿de verdad?–parecía asombrada.
Asentí.
–Pero hace más de un mes que pasó aquello, ¿todavía piensas en él?
–Creí que sería algo pasajero, pero no puedo quitármelo de la cabeza.
Sonreí y agregué:
–Es ridículo, yo no soy así.
–No. Yo soy así…
Reímos.
–¿Sabes? Quiero olvidarlo, pero no puedo. Pienso en él casi cada día. Y por otro lado está Ian…
–¿Lo quieres?
–¿A quién?
Me sonrió.
–A Ian.
Suspiré mordiéndome el labio. Lo miré, mientras saltaba para tomar la pelota. Desprendía energía y vitalidad, creo que nadie podía evitar sonreír al mirarlo.
–No lo sé…
Como si presintiera que hablábamos de él, se volvió. Entrecerraba los ojos por el sol mientras buscaba mi mirada. Una oleada de ternura me invadió.
–Sí, claro que lo quiero, es mi mejor amigo. Aparte de ti es la persona en quien más confío.
–Pero…
–Ian es paz, ternura, equilibrio. Es mi mundo conocido.
–¿Y el otro?
Traté de ordenar mis sentimientos, era casi imposible definirlos con palabras.
–Él es misterio, romanticismo, pasión…
Me volví a mirarla, me observaba con una mirada extraña.
–¿Qué piensas?–pregunté.
–No sé, creí que tú te quedarías con “lo conocido”, con “la paz y la ternura”.
Le sonreí con tristeza.
–Sí, yo también.
Volví a mirar a Ian sintiéndome culpable una vez más, observé su sonrisa luminosa mientras un recuerdo venía a mi memoria.
Una noche de invierno unos meses atrás en ese mismo lugar.
Nos habíamos reunido todos para cenar, pasaríamos el día siguiente allí y teníamos planes para todo el fin de semana.
Cantamos y reímos alrededor de una fogata y poco a poco todos fueron entrando en la casa hasta que solo quedamos fuera Ian y yo. Éramos amigos, quizás los mejores amigos.
Él permanecía en silencio mientras yo observaba el cielo sembrado de estrellas. Las disfrutaba como solo se pueden disfrutar lejos de las luces de la ciudad.
–Aquella es Cánope –dije señalando a lo lejos–. Se puede ver desde casi todos los continentes.
–¿Cuál?
Me aproximé poniéndome por detrás mientras acercaba mi cara a la suya y le señalaba un punto brillante.
–Aquella, la que se ve amarilla, ¿la ves? Destaca bastante de las demás, es más grande.
–¿La que está junto a esas dos pequeñas?–preguntó. señalando a su vez–. ¿Cómo se llama?
–Cánope. Bueno en realidad el nombre es Alfa Carinae, Cánope la llamaban en la antigüedad.
–¿Qué significa?
Me volví a acomodar en mi lugar a su lado.
–Dicen que proviene de un término egipcio que significa “tierra dorada”.
–Porque es amarilla…
–Supongo. Por esa estrella se guiaban los navegantes en la antigüedad. Cánope, junto a la Estrella Polar y la Cruz del Sur.
–¿Qué arriesgado guiarse por las estrellas, ¿no?–comentó mirando el cielo.
–Sí, hoy parece imposible, pero hasta no hace mucho era el método que usaban cuando fallaban otros instrumentos de navegación.
–Lo sé –dijo–, y es una buena forma de guiarse en el campo si estás totalmente perdido.
Se quedó pensativo unos segundos.
–¿Has estado perdido alguna vez?–pregunté.
Negó con la cabeza y después se volvió a mirarme.
–No, no en el campo…
–¿Y dónde te has perdido?
–Me siento perdido cuando no te tengo cerca. Me quedé mirándolo asombrada.
–Puedo entender a esos marineros, solos, en medio de la nada. Y entonces miraban el cielo y allí estaba su salvación, una estrella preciosa, brillante y dorada mostrándoles cómo seguir. Tragué con dificultad sintiendo que un nudo de nervios se formaba en mi estómago.
–Cuando me siento solo, desorientado, cuando no entiendo qué propósito tiene lo
que me pasa… y te veo llegar, todo se acomoda, siento que puedo con todo lo que
se avecina.
Se acercó y dijo junto a mi boca:
–Creo que eres mi Cánope particular…
Y me besó.
Se apartó un segundo solo para agregar…
–… la luz de mi vida.
Sonreí al recordar ese primer beso, tan perfecto y lleno de amor de su parte.
¿Llegaría el día en que yo pudiera amarlo así?
–Debes darte tiempo–dijo Ronda volviéndome al presente–. Todo se arregla con el
tiempo.
CAPÍTULO
2
Después
de ese breve fin de semana de descanso, volvimos rápidamente a la rutina.
Clases, estudios, proyectos, alguna salida con Ian, y más clases y más estudios.
Cada noche, cuando estaba sola en mi cama, repasando el día, el extraño de ojos
verdes volvía a mis pensamientos y también volvían los increíbles sentimientos
que me había invadido al mirarlo, y un deseo extraño y desesperado de volver a
verlo. En esos momentos mis miedos respecto a Ian se hacían más intensos y mis
miedos a un compromiso, más profundos. Volvían las dudas y las preguntas.
Un
mes después llegó la prueba.
Ian me había invitado a una “cita romántica”, como él mismo la llamó y por supuesto
yo me arreglé para la ocasión.
Como no tenía ningún vestido adecuado me compré uno. Valía la pena. Elegí uno
blanco con finísimas hebras de plata, muy elegante y con las sandalias
plateadas a juego.
Me hice un recogido flojo, con algunos mechones cayendo y me maquillé los ojos
con cuidado. Sabía que eran mi más preciada posesión. Mi madre decía que tenía
los ojos más bonitos que jamás hubiera visto: del color de las violetas. Sonreí
con ternura pensando en ella.
Me sentí satisfecha de lo que veía en el espejo. Quería impresionar a Ian y
dejarlo sin aliento pero especialmente esa noche, quería enamorarme de él.
Cuando bajé, me estaba esperando apoyado en el coche. Estaba muy elegante con
su traje negro y su camisa de seda. Sin duda logré mi objetivo. Al verme se
acercó a tomarme la mano.
–Te ves preciosa–dijo con un suspiro, y vi satisfecha que me miraba embelesado.
–Gracias–respondí con coquetería.
Me abrió la puerta del coche y allí, sobre el asiento, descansaba una rosa
roja. La tomo y me la ofreció.
–Gracias por aceptar esta cita–dijo besando mi mano–. Me has hecho muy feliz
Si lo que él quería era conquistarme, lo
estaba logrando. Fuimos a un restaurante elegante, y comimos a la luz de las
velas. Hablamos y nos reímos. Me dijo cosas dulces y lanzó algunas indirectas.
Yo coquetee y las dejé pasar.
Luego detuvo el coche y bajamos a la playa, nos quitamos los zapatos y caminamos
por la arena. Y charlamos y reímos otra vez, y luego volvimos a casa.
En la puerta se acercó y me tomó de la cintura.
–¿Puedo subir a tomar un café?–dijo con dulzura–. No quiero que esta noche
acabe.
Subimos tomados de la mano. Por supuesto, no me dejo preparar el café. Apenas
cerré la puerta me acercó hacia él. Su aliento era fresco y me encantó su beso.
Me miró, como pidiéndome permiso para continuar.
Acerque mis labios a los suyos sabiendo que si no me detenía ahora, ya no lo
haría. No me importó. Mi cuerpo me lo pedía y mi mente me decía que era la
persona adecuada, que él sí podría hacerme feliz.
Me besaba con suavidad, como si supiera que eso era lo que yo quería, lo que yo
necesitaba.
Parecía decirme que teníamos tiempo, que
era algo demasiado importante como para apresurarse. Me conquistó su dulzura.
Sin duda él me conocía.
–Eli…yo…–dijo mirándome con ternura–. Tengo que decírtelo: te amo. Te amo hace
tanto tiempo que creo que te he amado siempre.
No lo dejé continuar, tomé su cara entre mis manos y lo besé. El respondió con
una pasión que no habría imaginado.
Me dejé llevar, solo estaban sus besos, él
me amaba y yo…
Entonces, algo se estremeció dentro de mí y toda la pasión se enfrió de repente. Ian lo
notó y dejó de besarme. Me miró a los ojos asombrado.
–¿Estás bien?
Me aparté sintiéndome estúpida.
–Sí, lo siento…
Tomó mis manos. Yo temblaba. Me sentía enferma, quería salir de allí.
–Eli, está bien– me levantó la barbilla–Está bien, mírame.
Yo me sentía cada vez peor.
No sabía qué decirle, ni qué explicación darle.
–¿Te asusté con mi declaración de amor?–me preguntó sonriendo–. ¿Es eso?
–¡No! Yo solo creo… que necesito más tiempo.
Me miró unos minutos a los ojos sin decir nada. Su mirada era indescifrable.
Tomó un mechón de mi cabello y jugueteó con él, después lo acomodó por detrás
de mi oreja. Su mano se deslizó por mi mejilla.
–Eres lo más bonito que me ha pasado en la vida.
Me besó en la frente y me tomó de los hombros acercándome a él. Hablaba por
encima de mi cabeza.
–Nunca creí que podría decir esto pero… es raro ¿sabes? Es decir, para mí el
sexo ha sido siempre una parte esencial de la relación. Pero no me importa
tener que esperar. No me importa tener que esperarte, eres demasiado especial
para mí. Es más, creo que es una manera de demostrar que te merezco…
–No Ian, no, no tienes que demostrarme
nada –dije–Yo no soy especial, yo…
–No tengo que demostrártelo a ti. Tengo que demostrármelo a mí.
Me tomó de la barbilla y depositó otro beso.
Nos quedamos abrazados mientras él me acariciaba dulcemente los hombros y
besaba mi pelo.
“¿Cuántos hombres así existen en este mundo?” pensé, parafraseando la pregunta
del profesor Mijovich. “sabes que muy pocos, y tú tienes a uno. ¿Cómo puedes
ser tan cruel y egoísta? ¡Dile la verdad!”
¿La verdad? ¿Qué podía decirle? ¿Qué tenía miedo de no poder amarle? ¿De no
sentir por él lo que él sentía por mí?
¿Que en el instante en que él me confesó su amor, y yo creí poder
corresponderle, en ese mismo instante vi
aquellos ojos verdes, tan nítidos en mi
mente como si los tuviera frente a mí?
¿Y qué en ese instante supe, con una certeza que me atormentaba, y de una
manera incomprensible, que yo amaba a aquel
extraño rudo y taciturno que estaba en algún lugar esperando por mí?
“No hay nada más triste que no poder amar a quién te ama”. Esas palabras me
sonaban antes infinitamente románticas, ahora las entendía.
Sabía que hubiera dado todo por amar a Ian y hacerlo feliz. Porque se lo
merecía, porque era bueno y gentil, porque siempre pensaba en los demás antes
que en sí mismo, porque me amaba.
Pero no podía. Alguien, un extraño, había ocupado mi corazón. Y aunque eso era
imposible, era así.
Sabía que no podía estar enamorada de ese hombre. Bueno podía, es decir, no
podía evitarlo, pero no debía.
No debía dejar que ese sentimiento me robara una felicidad que me merecía, y
que eso hiciera daño a un hombre bueno como Ian.
Además, ¿qué posibilidades tenía de volver a verlo? ¿Realmente creía que él
volvería a buscarme?
Ya habían pasado casi tres meses, y yo aún seguía pensando en él como una
estúpida.
Ian era la persona más paciente y comprensiva que jamás había conocido. Me
amaba de una manera tan desinteresada que me dolía engañarlo.
Sabía cuándo dejarme sola y cuándo estar a mi lado, cuándo hacerme reír y cuándo
dejarme llorar en sus brazos.
Nunca preguntaba nada, nunca exigía nada.
Una mañana desperté muy temprano con el timbre de la calle. Era un repartidor
que traía una cesta con un desayuno y una tarjeta.
En la cesta habían acomodado panecillos crujientes, todavía tibios, y
croissants esponjosos, varios botecitos de mermeladas y confituras y suaves
sándwiches de jamón y queso, algunos bombones y frutas troceadas, y, cómo no, un
gran vaso de chocolate caliente, como a mí me gustaba.
En el sobre, que tenía el logotipo de la empresa, había una nota que decía:
Para ti, luz de mi vida, para que te
alimentes bien y tengas un anticipo de lo que serán nuestros desayunos juntos.
Te amo. Ian.
Las lágrimas inundaron mis ojos.
No seguiría desperdiciando el amor que él me ofrecía. Quizás su amor alcanzara
para los dos, por lo menos hasta que yo rescatara el mío.
Tomé mi teléfono y escribí entre sollozos un mensaje:
Te quiero y quiero compartir mis
despertares contigo para siempre.
Era mi declaración de amor, mucho más de lo que había imaginado dar a nadie.
Ian terminó su residencia y llegó el momento de elegir su lugar de trabajo, tenía
muy buenas ofertas en algunos de los hospitales más reconocidos del país. Al
fin se decidió por un hospital universitario que estaba en una ciudad cercana.
No era una de sus mejores opciones, pero sabía que yo era el motivo de su
elección: simplemente quería estar cerca.
A mí me quedaba aún un año para acabar
la carrera, y después… No sabía que pasaría después.
La noche antes de que se marchara, le
organizamos una despedida, era una sorpresa. Lo llevó Darío a un club nocturno
que habían cerrado para nosotros y allí estábamos todos esperándolo. Aunque él se
veía un poco triste se comportó asombrosamente, se mostró divertido y aparentó
disfrutar mucho de la fiesta.
Yo lo conocía bien y sabía que algo le pasaba, aunque no entendía exactamente
qué.
Al terminar la fiesta me acompañó a casa.
Estaba callado y yo no quería hablar así que caminamos en silencio. Muchas
noches preferíamos simplemente caminar tomados de la mano.
A dos calles de mi casa se desvió hacia un puente que tenía una pasarela
preciosa, antigua y llena de columnas y farolas. Nos sentamos en un banco.
Entonces me miró y rompió el silencio.
–Eli, hace tiempo que sabes lo que siento por ti ¿verdad?– Tenía mi mano entre
las suyas y jugueteaba con mis anillos.
–Sí, lo sé
¡Claro que lo sabía!
–Voy a preguntarte algo, y quiero que seas sincera. Necesito que seas sincera.
Esperé.
–Eli, ¿me amas?
La pregunta me tomó por sorpresa. Creía haber fingido bien, creía haberle demostrado
amor todos estos meses.
–Ian…
–Simplemente dime la verdad, aunque me duela necesito saber la verdad. Lo que
siento por ti no va a cambiar.
Lo miré con tristeza. No lo había engañado. Todo este tiempo él lo sabía.
–Quiero amarte con todo mi corazón. Te juro que digo la verdad–dije sin dejar
de mirarlo.
–¿Crees que lo lograras algún día?
Un sollozo me subía a la garganta.
–¡Oh Ian!
– ¿Lo intentarías al menos?
Sus ojos me miraban sin reproche, solo con esperanza.
–¡Sí! ¡Claro que sí!
–¿Te casarás conmigo cuando podamos estar juntos otra vez?–En la palma de su
mano apareció un anillo dorado y brillante.
No dudé, sabía que podría llegar a amarlo, el tiempo me ayudaría y él haría el
resto.
–Me casaré contigo y juro que te haré feliz, te lo prometo–dije sonriéndole
entre las lágrimas.
Puso el anillo en mi dedo y se acercó a mi boca.
–Ya me haces feliz–dijo, y me besó.
CAPITULO
3
La
partida de Ian hacía aún más difíciles mis días. No encontraba nada que me hiciera sentir bien,
y ni siquiera Ronda lograba subirme el ánimo. Todos pensaban que lo echaba de
menos y yo me refugiaba en esa mentira. Lo echaba de menos, sí, pero esa no
era la razón de mi tristeza.
La razón era que me sentía vacía, completamente vacía y sin propósito.
No pasaba un día en que no pensara en esa tarde, en esa mirada. Y no pasaba un
día en que no me sintiera culpable por ello. Me había prometido olvidarlo,
tratar de dejar entrar a Ian en mi vida definitivamente, pero él me lo impedía,
simplemente no se iba. ¡Habían pasado casi seis meses! y yo aún soñaba
estúpidamente con que él regresaría otra vez. Ni siquiera una chiquilla de 15
años hubiera sido tan tonta. ¿Qué es lo que me había hecho aquel hombre? ¿Qué
hechizo tan poderoso había cambiado mi corazón por completo al punto que ya no
me importara nada ni nadie más que él?
Una noche estaba en la cama pensando en él y, mientras soñaba despierta comenzó
a llover. Suavemente al principio y torrencialmente después. En unos pocos minutos
se desató una tormenta terrible, con truenos y espantosos relámpagos que
iluminaban la habitación.
Mi corazón dio un salto y comenzó a latir descontrolado.
Era él.
Me acerqué a la ventana.
Estaba ahí, mirando hacia los cristales, bajo la lluvia. No era mi imaginación.
Realmente estaba ahí.
Salí del apartamento descalza y en pijama. No me importaba la lluvia, ni el
frío ni el viento.
Bajé corriendo las escaleras y me asome fuera con temor.
Seguía allí, esperando, como había prometido.
Cruce la calle empapándome en los charcos, y con mi pelo chorreando agua.
Me detuve frente a él sin saber que decir.
Había imaginado tantas veces ese momento y ahora simplemente no podía hablar.
–Buenas noches, Elizabeth–dijo suavemente.
Me miraba a los ojos. Eran tal como los recordaba. Tan verdes, tan brillantes.
–Volviste–dije.
–Volví–repitió.
Y comencé a temblar. Estaba empapada, pero no temblaba
por eso.
Como si supiera lo que yo quería me tomó entre sus brazos. Y, por supuesto, comencé
a temblar aún más.
Aunque pudiera describir lo que sentía en ese momento con palabras, sé que ni
siquiera se aproximaría a la realidad.
Me sentía feliz y asustada, protegida e insegura. Pero sobre todo sentía que
allí debía estar, que ese era mi lugar, entre sus brazos.
Otra vez había perdido la noción del tiempo. Ya había dejado de llover. Él no
me hablaba, solo me tenía entre sus brazos cálidos y fuertes, contra su pecho
donde yo apoyaba mi mejilla. Estaba quieta, temiendo que si me movía se
rompería el hechizo.
Un trueno me sacó de mi ensueño. Abrí
los ojos lentamente. La lluvia seguía cayendo. Estábamos de pie en la
acera, en medio de la tormenta e increíblemente no nos mojábamos. Su ropa
estaba seca y me di cuenta que yo no me mojaba porque estaba entre sus brazos. Esa
era la razón por la que me abrazaba, no mis temblores.
–¿Cómo es posible que no te mojes?–pregunté estremeciéndome.
–Ya lo entenderás–dijo moviendo su mejilla sobre mi cabeza.
–¿A qué has venido?
¡Tenía tantas preguntas que hacerle!
–A verte–contestó.
No dijo nada más. Quería mirarlo a los ojos pero no quería dejar de abrazarlo.
–¿Por qué?
Me aparté dejando mis manos en su pecho. Tenía su cara a unos centímetros de la
mía. Sus ojos me miraban como yo había soñado.
No respondió. Traté de adivinar sus pensamientos. ¡Imposible!
–Debo irme–dijo sin soltarme.
–¡No!
No quería parecer desesperada pero así me sentía.
Ahora lo sabía, estaba completamente segura. Estaba terrible y maravillosamente
enamorada de él. No me importaba nada más, solo él. ¡Y me decía que se iba otra vez!
“¡No!” repetí en silencio, “¡No!”
Me miró y un esbozo de sonrisa asomó a sus labios.
–Debo irme ahora–dijo tranquilamente–, pero volveré y te llevaré conmigo
Lo miré sin comprender.
–¿A dónde?–pregunté.
–¿Vendrás conmigo, Elizabeth?
Y en medio de los truenos y la tormenta me escuché diciendo.
–Sí.
Me soltó y la lluvia comenzó a empaparme. Las lágrimas empezaban a deslizarse
calientes por mis mejillas.
–Adiós.
Me miraba.
–No se tu nombre.
–Marcus.
–Adiós Marcus–dije.
Me acarició por un instante. Por un instante la lluvia dejó de mojarme
Y se fue. Otra vez. Dejándome desconsolada en medio de la noche.
A la mañana siguiente desperté feliz. ¡Hacía tanto tiempo que no me sentía así!
Me preparé un abundante desayuno y comí con apetito.
¡Había vuelto! ¡Marcus! ¿Marcus? ¿Quién era capaz de poner ese nombre, hoy en
día a su hijo?
“¡No importa!”, pensé sonriendo, “Solo importa que volverá a buscarte”
¿A buscarme? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde? No lo sabía, pero tampoco me importaba. Aunque
pareciera una locura no me importaba dejar todo para irme con él a donde fuera,
adonde él quisiera llevarme. Estaba segura de lo que quería, por primera vez en
mi vida estaba segura respecto a un hombre. Lo quería a él con todo lo que eso
significara.
Después de una semana me asaltaron las dudas. ¿Y si no volvía? ¿Y si tenía que
esperar otra vez cinco o seis meses antes de volver a verlo? No, no podría soportarlo, no otra vez.
¡Tenía que tratar de encontrarlo!
¿Pero no lo había intentado la última vez? ¿No lo había buscado en internet
poniendo frases de búsqueda tan
ridículas como: “hombre de negro” o “extraño misterioso”. Hasta había probado
con “no se moja bajo la lluvia” y “aparece en medio de una tormenta”. Y, por
supuesto, solo había encontrado webs de películas o libros de misterio.
Pasaron
dos meses…cuatro.
Una de esas horribles mañanas, en las que asistía a clases solo por no estar en
casa, me encontraba en la biblioteca esperando que pasara el tiempo para volver
al salón. De pronto un carraspeo me sacó de mi ensimismamiento. Me sobresalté
visiblemente. Ronda se sentó frente a
mí. ¡Quién sabe cuánto tiempo había estado observándome!
–¡Pareces un espectro!–dijo en un susurro–. ¡Te ves espantosa!
La miré sin expresión alguna
–Gracias–dije–, eso sí que me hará sentir mejor.
–Tú no quieres sentirte mejor–dijo analizando mi mirada.
–¿No? ¿Y qué te hace pensar eso? ¿Comenzaste la carrera de psicología sin
contármelo?–pregunté con sorna.
La verdad es que no estaba de buen humor
–No te hagas la graciosa, sabes muy bien de que te hablo.
Miró hacia atrás para asegurarse que la bibliotecaria no viniera a reñirnos por
cuchichear.
–No tengo ni idea–dije con fastidio.
–¿No?–y me miró burlona–. ¿Crees que yo me trago el numerito de “¡Extraño tanto
a Ian!”
No contesté, esperé a que continuara.
–¿Cuánto hace que nos conocemos? Por favor, no soy tan tonta.
Sonreí. Sabía que tarde o temprano se daría cuenta. Pero, ¿qué podía decirle?
La miré un instante, evaluándola.
–Volví a verlo–dije simplemente.
–¿A quién?
–Al extraño…–y como me miraba sin comprender agregué–el de la lluvia.
Me miró boquiabierta, eso sí que no se
lo esperaba.
–¿Cuándo?
–Hace unas semanas.
–¡¿Qué?!
Se escuchó un “chist” desde la mesa de la entrada. Bajó la voz
–¿Y cuándo pensabas contármelo?–susurró enojada.
Su curiosidad fue más fuerte
–¿Dónde? ¿Qué te dijo?
–En la calle, una noche vino a eso de las tres de la madrugada, lo vi por la
ventana y bajé.
Se lo conté sin entusiasmo, como si repitiera un texto escrito por otro.
–¿Y qué te dijo? ¿Te besó?–ya había vuelto a ser la misma de siempre.
La miré con tristeza, me costaba recordar esa noche sin ponerme triste.
–Dijo que volvería a buscarme.
Me miró sin comprender.
–¿Qué?¿Cuándo?–preguntó.
–No lo sé
–¿No se lo preguntaste?
–Si… no… no, se fue muy rápido–No quería entrar en detalles.
–¿Te dijo que volvería a buscarte y no le preguntaste cuándo ni cómo?
Habíamos ido subiendo la voz poco a poco. De pronto estaba a nuestro lado la bibliotecaria
frunciendo el ceño. Nos miró sin decir nada. Nos pusimos de pie.
–Lo sé, lo sé–dijo Ronda con una sonrisa–. Nos vamos.
Salimos de la biblioteca en silencio. Nos paramos en uno de los pasillos menos
concurridos.
–Ahora, hay algo que no me cuadra. Si lo has vuelto a ver, ¿por qué estás tan
triste? Creo que el chico te gusta bastante–me miró esperando mi respuesta.
–No lo sé, ¡es tan complicado!
–¿Qué es complicado?
–No lo sé–dije, pretendiendo cortar la conversación.
No quería contarle lo que sentía, ya se reía de mí a veces por mis ideas
románticas, si sabía que estaba enamorada de
Marcus…
–¿Lo dices por Ian?
–Sí, en parte.
–¿O es porque te estás enamorando de ese desconocido y te asusta?
La miré con una súplica en los ojos.
–Creo que si–dije esperando ver su reacción–. No. Estoy completamente segura. Estoy
enamorada de él.
Esperé. Me miró y una sonrisa empezó a formarse en sus labios.
–¿Lo dices en serio?
Asentí.
Me abrazó contenta
–¡Oh!¡Oh, Eli!
La miré confundida. ¿Y qué pasaba con Ian?, ¿Dónde estaba la amiga que tenía
que hacerme ver la situación con claridad?
–¿Te parece bien que me esté enamorando de un hombre que he visto solo dos
veces cuando estoy comprometida con otro?–pregunté anonadada.
–Es la primera vez desde que te conozco que me dices que estás enamorada, que
me aseguras que estás enamorada–dijo
mirándome con ternura–. Mira, no sé quién es ese hombre pero si te hace sentir
así, vale la pena.
Después como si hubiera recapacitado seriamente sobre el asunto dijo:
–Tenemos que encontrarlo pronto, y debes decirle lo que sientes por él.
–Él ya lo sabe–dije, sonriendo con melancolía.
–No querida, los hombres son muy tontos a veces… –la interrumpí
–Él es diferente.
CAPÍTULO
4
Ronda
estaba más entusiasmada que yo con la idea de volver a ver a Marcus. Bueno, quizás
no más que yo, pero con su carácter extrovertido lo demostraba más.
Era nuestro secreto y me recordaba a nuestros secretos de adolescentes, ella era totalmente confiable y yo sabía que jamás se lo contaría a nadie.
Era nuestro secreto y me recordaba a nuestros secretos de adolescentes, ella era totalmente confiable y yo sabía que jamás se lo contaría a nadie.
Sentía remordimiento por Ian, pero ella me decía que todo valía en el amor, que
ya encontraríamos el modo de decírselo cuando llegara el momento oportuno–¿encontraríamos?–,
que no podía dejar escapar así al amor de mi vida.
Pero el amor de mi vida seguía sin dar ninguna señal y yo comenzaba a desesperarme otra vez.
Una
noche estaba en mi computadora, buscando “algo” en internet, cualquier dato o
cosa rara que pudiera darme pistas para saber algo de Marcus.
Como no encontraba nada abrí un documento de Word y empecé a escribir todo lo
que sabía de él:
- Viste de negro
- Ojos verdes muy extraños
- No se moja bajo la lluvia
- Viene en la tormenta (Me reí, sonaba muy de ciencia ficción)
- Conoce mi nombre (es decir: me conoce… ¿me conocía de antes? ¿me vigilaba?) (Sentí un escalofrío…)
- Quiere llevarme con él (¿A dónde?)
De
pronto se me ocurrió una idea. Puse en el buscador “Desapariciones extrañas”. Se desplegó una lista interminable de artículos.
“Si me lleva con él” pensé “es posible que no pueda decírselo a nadie”.
Tal vez era un soldado encubierto. No, los soldados encubiertos no se enamoran, por lo menos no
mientras están en una misión.
No sabía porque volaba tanto mi imaginación. ¿Porque no pensaba que simplemente
era un chico que me había visto alguna vez en la universidad y conocía mi
nombre y se había animado a acercarse a mí?
No, ese no era Marcus.
Él era diferente en todos los sentidos. Parecía que podía leer mis pensamientos
y conocer mis sentimientos más profundos. Por otro lado parecía que yo lo conocía de
toda la vida, y que, aunque nunca lo hubiera visto antes, lo estaba esperando.
Cerré la búsqueda sin leer nada. Era ridículo. Sabía que jamás podría
encontrarlo de esa manera. Tenía que esperar.
Los
días pasaron y hasta Ronda tuvo que admitir que no teníamos los datos mínimos
para poder encontrarlo: no sabíamos su nombre completo, ni donde vivía, ni
siquiera en que ciudad, ni su edad, ni su ocupación (¿soldado?) Es decir, no sabíamos nada de él. Era un misterio.
Yo seguía sufriendo y esperando.
Cada mañana Ronda me miraba con la misma pregunta en los ojos. Yo simplemente
negaba en silencio.
Después de dos meses dejo de preguntar.
El
día del cumpleaños de Ian le preparamos una cena especial en casa, solo Ronda, Diego,
uno de sus mejores amigos y yo.
Charlamos y reímos y olvidé mis penas por unos minutos. Me gustaba estar con él,
era un gran amigo además de… de mi prometido. Trataba de no pensar en eso, y
evitaba la mirada de Ronda cuando él me tomaba la mano o me pasaba el brazo por
los hombros, era una situación muy incómoda.
Después de la cena cuando todos se despidieron preparé un par de infusiones y
me senté en el sofá a su lado. Él me miraba sonriendo levemente, tenía esa mirada. No era lo que yo necesitaba
exactamente así que empecé a contarle tonterías de la universidad, y a hablar
sin parar. De pronto se acercó a mí y tomó mi cara entre sus manos.
–Shhh… – dijo y comenzó a besarme. Era uno de sus besos, tan dulces, esos que
había aprendido a echar de menos. Sentí que se me anudaba el estómago y me
aparté suavemente de él.
–Ian, no… no puedo seguir con esto –dije–. Lo siento, creí que podría pero no
puedo… Yo… yo te quiero demasiado para hacerte esto–me miraba confundido.
–¿Qué quieres decir?
–No puedo seguir engañándote, no puedo continuar con nuestro noviazgo. Lo
siento tanto…
Me miró primero asombrado y luego desilusionado. Se puso de pie y se alejó unos
pasos dándome la espalda.
–¿Qué quieres decir con seguir engañándome?–preguntó volviéndose.
Me quedé muda.
–¿Estás con alguien? ¿Estás enamorada?
–No.
No mentía, solo decía parte de la verdad.
Me miraba sin comprender. Sus ojos estaban húmedos.
–Entonces… ¿por qué?
Sentí su dolor tan profundamente, que comencé a llorar.
Lloraba por él, por su amor, por quererlo y no poder amarlo, por no poder huir
lejos para dejar de lastimarlo. Lloraba por mí, por mis sentimientos tan
confusos, por tener que esperar y esperar, por no saber a quién amaba en
realidad.
Se acercó suavemente y, como tantas otras veces, me dejó llorar en sus brazos.
Lloré hasta que, agotada, me quedé dormida. Cuando desperté aún me sostenía con
dulzura. Lo miré, no dormía pero tenía los ojos cerrados.
¿Por qué había tenido que aparecer Marcus en mi vida? ¿Por qué? ¡Habría sido
tan fácil ser feliz con Ian!
Abrió los ojos y al verme mirándolo me
sonrió.
–Todavía estás aquí –dije susurrando–. Gracias.
–Todavía estoy aquí–dijo, acariciando mi mejilla.
Me sentía tan querida entre sus brazos. Tan segura. Sabía que él jamás me haría
daño, que jamás me haría sufrir. Sabía que daría su vida por mí sin pensarlo.
–¿Me odias?–pregunté .
Me miró a los ojos, con sus preciosos ojos negros llenos de amor y paciencia.
–No–sonreía con tristeza–.Te amo demasiado para poder odiarte.
A
la mañana siguiente me llegó un mensaje:
Si me dijeras que nunca
podrías amarme, pero que me quieres lo suficiente como para soportarme a tu
lado, sería el hombre más feliz del mundo. Pero no puedo presionarte así, parte
de mi amor es dejarte ser feliz a tu manera. Estaré aquí, amor mío, para cuando
quieras volver. Te amo.
Los días siguientes fueron aún más vacíos.
En las clases no lograba concentrarme. A
veces me encontraba volando, pensando en Marcus o en Ian y cuando miraba la
hora me daba cuenta que me había perdido más de media clase.
Más o menos un mes después de la partida de Ian, una noche me encontraba en mi computadora
haciendo un trabajo. Estaba de muy mal humor porque tenía que entregarlo a la
mañana siguiente y aún me faltaba más de
la mitad. Quería irme a dormir y no podía, así que refunfuñaba sola para mis
adentros.
Al abrir un nuevo documento, encontré el que había preparado sobre Marcus, la
“lista” que había hecho aquella noche.
Se había guardado automáticamente como un borrador y en la misma página había un
enlace a un artículo de internet Me asombró haber guardado eso, ya que ese día
estaba segura que había cerrado la búsqueda sin copiar absolutamente nada.
Con curiosidad, abrí el enlace.
Apareció un párrafo con el título: Desaparición
misteriosa. Su hermana gemela dice saber quién se la llevó.
Solo había unas líneas donde explicaba el lugar del suceso, la fecha y poco
más. Abrí el artículo completo.
Era una investigación sobre un suceso de un periódico de sesenta años atrás, lo
había escrito un investigador de Hechos Paranormales.
Aparentemente, la chica había desaparecido sin dejar rastro, sin llevarse
ningún objeto personal salvo la ropa con que fue vista en su propia casa. Había
desaparecido sin más de la noche a la mañana, literalmente.
Lo leí salteando las partes que no me interesaban. Llegué a los comentarios sobre
la hermana. “La hermana afirma que un
hombre se la llevó” y citaba: “Ese
hombre vino a verla una noche, los vi a los dos por la ventana de mi
habitación, en el parque de la casa. Ella cambió después de esa noche”. Su
hermana asegura que la joven desapareció unos meses después.” El artículo
seguía explicando que nadie más que su hermana había visto a ese hombre y que
no habían encontrado ningún rastro en el jardín, ni siquiera pisadas o huellas.
Podía tratarse de una casualidad pero era más de lo que había descubierto en
los últimos meses.
Llamé a Ronda.
–Ven a casa volando–le dije–, tengo noticias.
Tres
días después era sábado y viajábamos las dos en mi coche a unos 400 km. de la ciudad
para ir a una entrevista con el investigador. Ronda había conseguido la cita.
Había mentido de principio a fin: éramos dos estudiantes de parapsicología que
teníamos que preparar una entrevista sobre un hecho interesante y habíamos
encontrado su artículo en internet, etcétera, etcétera.
Llegamos sobre el mediodía. Gastón Vivanco vivía en las afueras de una pequeña ciudad en una linda casita con un parque espectacular. Estaba jugando con su Cocker Spaniel dorado. El perro nos vio primero y corrió, ladrando, hacia nosotras. Al llegar se paró en seco y comenzó a mover la cola. El señor Vivanco se acercó sonriendo.
Llegamos sobre el mediodía. Gastón Vivanco vivía en las afueras de una pequeña ciudad en una linda casita con un parque espectacular. Estaba jugando con su Cocker Spaniel dorado. El perro nos vio primero y corrió, ladrando, hacia nosotras. Al llegar se paró en seco y comenzó a mover la cola. El señor Vivanco se acercó sonriendo.
–Menos mal que no le tienen miedo a los perros–gritó riendo–Es muy ruidoso pero
inofensivo.
Tendría unos cuarenta y cinco años, era apuesto y juvenil. Nos estrechó la mano y después que
nos hubimos presentado, nos invitó a sentarnos en unas coquetas sillas de
jardín.
–¿Así que estudiantes de parapsicología, eh? No creí que dos chicas tan bonitas
pensaran en dedicarse a eso. Sonreímos sin decir nada. Ya habíamos mentido
bastante.
–¿Les gustó mi artículo? Lo escribí hace ya cuatro años, pero me acuerdo bien
del suceso.
–¡Nos pareció muy interesante!–dijo Ronda–. Teníamos algunas preguntas.
Y sacó su tablet para disponerse a apuntar.
Gastón se acomodó en su silla, orgulloso de ser entrevistado por “dos chicas
tan bonitas”.
–Por supuesto, lo que necesiten.
Ronda me miró invitándome a comenzar.
–Señor Vivanco, ¿usted cree que la hermana gemela decía la verdad?–pregunté.
–Supongo que sí–contestó lentamente–, no tenía por qué mentir, ¿no?
–¿Recuerda los detalles de la historia que contó la hermana?¿Algo que no haya
incluido en su artículo?
Negó con la cabeza teniendo una mueca de concentración en los labios.
–Básicamente está todo allí: dijo ver a su hermana con un hombre vestido de
negro, que los vio juntos en el jardín de la casa, que su hermana se volvió muy
solitaria después de eso y que desapareció unos meses después.
–¿Y ella vio esa noche a ese hombre, la noche de la desaparición?–preguntó
Ronda.
–No, pero aseguró una y otra vez que él se la había llevado.
–¿Y por qué estaba tan segura?–pregunté, casi para mí misma.
–Eso no lo sé, querida, pero insistió tanto al respecto que la policía le creyó
e hizo una investigación bastante rigurosa.
–¿Llovía esa noche?–pregunté.
Ronda me miró.
–No lo sé, ¿por qué?–preguntó Vivanco frunciendo el ceño confuso.
–Cualquier dato puede ser importante–dijo Ronda rápidamente.
–Bueno…
–¿Podríamos visitar a la hermana?–preguntó con su mejor carita inocente–Nos
encantaría hablar personalmente con ella. ¿Usted sabe dónde vive?
El periodista negó con tristeza.
–Me temo que no. Quizás hasta la mujer haya muerto, podría tener cerca de ochenta
años.
–Oh.
–Pero quizás puedan encontrar algo en los periódicos de esa época, fue un caso
muy nombrado porque las chicas eran hijas de uno de los hombres importantes de
la ciudad. Se habló durante meses del caso. Yo tengo solo uno o dos, pero no
será tan difícil encontrar algunos otros.
Desapareció dentro de la casa y volvió con una bolsa con unos periódicos
amarillentos.
–Si prometen cuidarlos y devolvérmelos, se los presto–dijo con una sonrisa
Continuamos hablando por unos minutos más. Ronda se mostraba simpática y yo distraída.
Vivanco no me prestaba atención, estaba fascinado con mi amiga.
Al fin nos pusimos de pie. Le agradecimos una y otra vez su amabilidad y nos
despedimos.
–Podemos
ir ahora mismo–dijo, ya en el coche, mirando el mapa de carreteras–. Esa ciudad
está a solo dos horas y no nos desviaríamos tanto del camino de regreso.
Yo conducía tratando de escuchar las indicaciones del GPS por encima de la
charla de Ronda.
–¿Y dónde buscaremos? ¿En la biblioteca o en el periódico?–pregunté mientras
esperaba la luz verde del semáforo.
–Creo que mejor comenzar en el mismo periódico, generalmente tienen archivos de
muchos años atrás.
–¿Tú crees? Son casi sesenta años–dije mostrando mis dudas.
–Lo intentaremos. Tenemos que intentarlo, ¿verdad?
Si, teníamos que intentarlo.
¡Increíblemente, el periódico guardaba copias de más de noventa años atrás!
Una vez más los encantos de Ronda lograron que nos atendieran rápidamente, dos
empleados a la vez. Nos llevaron a una sala en la primera planta que olía a
viejo y a polvo. Estaba repleta de estanterías con enormes libros que contenían
cientos de periódicos agrupados por años. Había una mesa con cuatro sillas.
Encontramos el año indicado y lo llevamos con dificultad a la mesa.
Comenzaba a hablarse del caso el 7 de mayo, la noche siguiente a la desaparición. Aparentemente la familia
había notado la ausencia de la chica cuando ésta no bajó a desayunar. La
buscaron en su cuarto y no estaba, la cama se encontraba intacta como si no
hubiera dormido allí. Esto preocupó a su madre porque la jovencita solo tenía dieciocho
años y jamás había hecho algo semejante como dormir fuera de casa. El padre
salió a buscarla por la casa de amigos y parientes, y al no encontrarla, dieron
aviso a la policía.
Buscaron por todo el pueblo, consultaron a todos los vecinos. Nadie la había
visto salir esa mañana, ni habían escuchado de ella desde el día anterior. Sus
padres decían no haber notado nada raro en su comportamiento, era una joven muy
obediente y tranquila, que se dedicaba a sus estudios de piano y a sus tareas
en la casa. Recibía a su profesor de música tres veces por semana, y pasaba el
resto del tiempo dedicada a sus estudios. Era una joven ejemplar.
Se notaba que después de los primeros meses, la policía había comenzado a
abandonar la búsqueda poco a poco. El padre de la chica había contratado investigadores
privados, que tampoco habían logrado nada.
En los periódicos siguientes casi no se hablaba del caso. Seguimos ojeando
algunas páginas más hasta que encontramos un titular en primera plana:
Nuevas pistas en la
desaparición misteriosa de Lucila Grant. Su hermana dice saber quién se la
llevó.
Nos miramos.
Después de casi cuatro meses de la
desaparición de la joven Lucila Grant, hija del conocido empresario Mario
Grant, ocurrida la noche del 6 de Mayo, su hermana gemela dice saber quién es
el responsable del rapto de la joven.
Según Andrea Grant , su hermana había recibido unos meses antes la visita de un
hombre desconocido, un varón joven, vestido de negro que había visitado a
Lucila en los parques de la casa, ella los había visto juntos desde la ventana
de su habitación, y, aunque su hermana no había querido hablar del asunto, a partir
de ese día se había vuelto taciturna y solitaria. Andrea aseguraba que Lucila
había dicho en una ocasión con tristeza que muy pronto tendría que irse, y que
ese hombre había vuelto y se había llevado a su hermana.
La policía ha abierto nuevamente la investigación.
Volvimos a mirarnos.
–¿Qué piensas?–me preguntó Ronda.
–¿Marcus vino a buscar a Lucila hace sesenta años?–dije mirándola con una
mueca.
–¡¿Pero qué estás diciendo?! Tendría ahora más de ochenta años ¿Parecía tan
viejo?
Sonreí.
Nos miramos buscando respuestas
–No entiendo qué tiene que ver esto con Marcus, pero la historia tiene su
similitud, debe haber una relación que no alcanzamos a ver.
Ella seguía pasando las páginas, ahora hacia atrás. Yo continuaba con mis
conclusiones.
–Es decir, es también una historia extraña con un hombre vestido de negro y una
mujer joven, no sabemos si hablaron o si la hermana decía la verdad.
–Tienes que ver esto–me interrumpió.
Señalaba con su dedo unas líneas de uno de los artículos.
…la policía busca pistas en los parques
de la casa y en el vecindario, aunque parece imposible que encuentren huellas o
rastros por el estado en que se encuentran los terrenos después de la violenta
tormenta de la noche pasada. Estaba fechado el 7 de mayo.
Me estaba mirando cuando levanté la vista del periódico.
–Parece que has encontrado otra similitud–dije pensativa.
CAPÍTULO
5
Si
pretendía aclarar algo con la investigación que habíamos llevado a cabo, estaba
muy equivocada.
Todo lo que habíamos averiguado me había
confundido aún más.
¿Quién era Marcus en realidad? ¿Un soldado? ¿Un inmortal? ¿Un fantasma?
¿Era el mismo hombre que se había llevado a Lucila?
Lo más curioso, era que a pesar de lo fantasioso de todo lo que estaba
viviendo, de lo confuso que parecía, Marcus se volvía cada día más real para
mí.
Aunque Ronda no tenía comprometido su corazón, se encontraba igual de confusa.
Yo agradecía tanto su confianza en mí… ¡Ni yo misma habría creído esta historia
si no la estuviera viviendo!
Casi cada día nos encontrábamos hablando del tema y tratando de dilucidar el
misterio. Llegábamos a las conclusiones más descabelladas, a veces terminábamos
riendo y otras realmente preocupadas.
No
había vuelto a ver a Ian. Lo echaba de menos, extrañaba la sensación de
sentirme querida, necesitada y cuidada. Echaba de menos verlo llegar con su
paso despreocupado y su sonrisa. Extrañaba las charlas y las risas. Y también
sus brazos y su mirada profunda y tierna.
Pero yo era una buena persona y no iba a llamarlo, ni siquiera mandarle un
mensaje. Él se merecía un amor entero, no
las sobras que dejaba Marcus.
Al sábado siguiente Ronda me sacó a rastras una noche para “divertirnos” con un
grupo de amigos. Por supuesto, no tenía ganas de salir, pero entendía que me
haría bien distraerme. Ella se ocupó de mi vestuario–yo habría ido con mi jean
gastado– y me maquilló y peinó.
–Imagínate que allí estará Marcus–me dijo con una sonrisa.
La miré con tristeza. Me abrazó rápidamente.
–¡Lo siento!–dijo. Sonreí.
– Está bien, entiendo que quieres que esté deslumbrante esta noche.
Asintió sintiéndose culpable.
Fuimos al lugar que siempre frecuentábamos, estaba atestado de gente. Algunos
amigos habían ocupado unas mesas alejadas del ruido.
–Allí–dijo Ronda señalando hacia el
fondo.
Por el rabillo del ojo vi a alguien acercándose. Creo que adiviné quien era.
–¡Hola!¿Qué bueno que estén aquí!
Ian…
Miré a Ronda con un reproche silencioso. Me devolvió la mirada dando a entender
que no tenía nada que ver.
Fuimos los tres hacia las mesas. Era lógico, teníamos los mismos amigos, tarde o
temprano eso iba a pasar.
Al sentarme vi algunas miradas que se cruzaban con curiosidad.
Me sentía realmente incómoda, quería irme pero no quería que Ian pensara que
era por él, no quería lastimarlo.
Todos hablaban y reían, yo en cambio estaba silenciosa y pensativa. De vez en
cuando Ian me miraba desde el extremo opuesto de la mesa.
Cuando sorprendí a una de sus amigas observándome con recelo, no aguanté más y
me levanté.
–¿A dónde vas?–preguntó Ronda. La miré
con intención.
–Me duele la cabeza, voy a tratar de conseguir una aspirina.
–Te acompaño–dijo Diego solícito.
–¡No!–contesté demasiado rápido–No te molestes, vuelvo en seguida.
Ian me miró sin decir nada.
Me perdí entre la multitud y abriéndome paso como pude, salí a la terraza. El aire era fresco y me despejó.
Si no hubiese estado con Ronda me hubiera ido a casa en ese instante.
Me sentía angustiada e incómoda.
¡Qué mala idea había sido salir esa noche! No estaba preparada todavía para
enfrentarme a él y a sus amigos. Me
dolía no poder sentarme a su lado y reír, o escuchar sus bromas y verlo mirarme
a los ojos con afecto, con verdadero cariño y devolverle la mirada. Contarle
mis cosas, las importantes y las tonterías sabiendo que me entendía como nadie
más.
–Hola–dijo a mis espaldas– ¿Te sientes mejor?
Por supuesto, el bueno de Ian había venido a ver qué me pasaba. No quería
mirarlo, pero le sonreí brevemente.
–Sí, gracias–dije y sin querer emití un profundo suspiro.
Él me observaba
–¿Conseguiste la aspirina?–preguntó con un leve tono burlón.
–No.
Me quedé en silencio observando el cielo estrellado.
Se acercó y se puso a mi lado. Estábamos apoyados en la barandilla de la
terraza, a lo lejos se veían los edificios del centro de la ciudad iluminados y
las luces de los coches llenando la noche.
–¿Puedo pedirte un favor?–preguntó mirando hacia adelante.
Lo miré.
Sacó una pequeña cajita del bolsillo de su chaqueta.
La reconocí. Era el anillo de compromiso que él me había dado.
–Hace unos días llegó esto a mi casa, lo traía un mensajero–Sonrió con amargura–Lo
llevo conmigo desde entonces…
Traté de alejar las lágrimas.
–Esto es algo muy especial que compré una vez para alguien muy especial.
Me miró un momento.
–Deberías conocerla, es la mujer más fascinante del mundo. Yo no podía hablar,
ni siquiera mirarlo.
–Pero ella dice que no me merece, y que por eso me devuelve mi regalo –Suspiró–Tal
vez tú puedas convencerla para que lo conserve.
Hacía girar la delicada cajita entre sus dedos.
–Explícale que en este regalo iba mi corazón.
¡Justo lo que necesitaba escuchar!
–Y que mi corazón le pertenece a ella, hace ya mucho tiempo. Y que necesito que
lo cuide, es la única que puede hacerlo. Así que pídele que por favor guarde
este anillo, tal vez algún día me diga
que ahora sí lo quiere.
Las lágrimas empañaban las luces.
–Tal vez algún día…– se interrumpió.
Me tomó la mano y puso la cajita en la palma con una caricia.
–Gracias, era solo eso–Me miró unos instantes. Abrí la caja y observé el anillo
tan fino y brillante.
Lo miré con una súplica de perdón en los ojos. Secó mis lágrimas con sus dedos
y sonrió.
–¡Mírate!–dijo–¿Entiendes ahora por qué te amo?
Dudó un instante y rozó mis labios con los suyos, tibios y suaves.
Se dio la vuelta y desapareció entre la
gente.
Bajé
las escaleras corriendo y salí fuera, a la noche.
La angustia llenaba mi pecho de tal manera que casi no podía respirar. Me detuve
a unas calles y me incliné apoyando las manos en las rodillas tratando de
calmarme. No sabía que el corazón podía doler realmente, en ese momento parecía
que quería partirse dentro de mi pecho.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a continuar mi vida sin Ian? Por primera vez odié el día en que él me
besó y terminó con nuestra amistad para siempre.
Ahora estaba completamente sola.
Caminé durante mucho tiempo, dando vueltas en la ciudad ya casi dormida. Por
fin llegué a casa.
En la puerta me detuve y miré hacia la otra acera.
–Marcus–dije suavemente–¿Dónde estás? ¡Te necesito! ¡Necesito saber que estás
cerca!
Nada, solo el silencio, profundo e indiferente.
–¡Prometiste que volverías a buscarme!–grité furiosa.
Si alguien hubiera andado por las calles habría escuchado mis súplicas, pero
estaba completamente sola.
Entonces el cielo se cubrió de nubes negras, tapando las estrellas y en menos
de un minuto comenzó a llover.
–¿Marcus?– pregunté buscándolo en la lluvia. Me giré en redondo tratando de
verlo.
De repente lo sentí a mis espaldas.
Me volví despacio.
–¿Marcus?
Sabía que estaba allí, no podía verlo pero sabía que estaba allí
–Te necesito–dije sollozando.
Como si sus brazos me hubieran arropado, me sentí consolada y feliz, tal como
si hubiera recibido una de sus caricias.
Me quedé quieta disfrutando de su compañía, allí, completamente sola, hasta que
dejó de llover y aparecieron nuevamente las estrellas en el cielo.
Tres
semanas después Ian me llamó una noche
muy tarde. No habíamos vuelto a hablar desde esa noche en la terraza.
–Hola Eli–dijo con su tono cariñoso de siempre.
Me alegré de verdad.
–¡Ian!¿Cómo estás?– pregunté.
–Como siempre, trabajando o durmiendo–reímos los dos.
Un silencio incómodo. No sabía que decirle.
–El próximo sábado iré a la ciudad–dijo abordando el tema directamente–Quiero
verte.
¡Oh! Yo también quería verlo pero… Esperé a que continuara.
–Quiero hablar contigo.
–Yo…también quiero hablar contigo– dije despacio.
– Perfecto ¿Nos vemos el sábado?
– Nos vemos el sábado.
Sentí que un rayito de esperanza se asomaba entre las nubes.
El
sábado temprano me despertó el teléfono.
–¿Si?–pregunte somnolienta.
–¡Arriba dormilona! Te invito a desayunar–dijo con su voz ronca, que tanto me
gustaba.
–¿Dónde estás?–pregunté saltando de la cama: tenía ganas de verlo.
–Asómate a la ventana.
Descorrí las cortinas. Me saludaba agitando la mano y me miraba con su cálida
sonrisa. Se me hizo un nudo en el estómago.
Estaba parado en la acera de enfrente, en el mismo lugar donde Marcus me había
abrazado bajo la lluvia.
Le devolví el saludo y traté de sonreír.
–¡Vamos, vístete! Te espero en la cafetería de abajo. Voy pidiendo tu chocolate.
–Bajo en seguida.
–Nos vemos– dijo y pareció querer agregar algo más pero colgó.
Me vestí con un pantalón de hilo y una camisa a juego, ya comenzaba a hacer
calor. Me recogí el cabello y salí.
Había comenzado a llover. Qué extraño, juraría que al mirar por la ventana
había visto el sol.
En la calle miré hacia la otra acera. Estaba vacía, Ian ya estaba en la
cafetería.
Quedaba en la esquina de mi apartamento así que corrí cubriéndome la cabeza con
el bolso.
Al llegar miré hacia adentro a través de los cristales. Ian me vio, me sonrió e
hizo señas para que entrase.
Entonces empezó a llover con más fuerza, los relámpagos llenaban de estrías el cielo gris. Me
quedé petrificada.
De pronto vi que Ian se ponía lentamente de pie. Sentí un hormigueo en mi
estómago…
“¡Marcus!”
Ian se movía lentamente mientras miraba detrás de mí con los ojos muy abiertos.
Reflejándose en los cristales de la cafetería, a mis espaldas, un enorme
helicóptero se posaba suavemente en la calle.
No hacía el menor ruido. No tenía hélices y parecía flotar a unos centímetros
del suelo.
Yo seguía mirando los cristales, sin volverme. Ian se había quedado de pie en
medio de las mesas.
En un segundo sucedió todo: una portezuela se abrió en una de las paredes
laterales del helicóptero y varios soldados vestidos de negro, con cascos y
guantes, bajaron de un salto. Llevaban armas en la mano…
Rápidamente se acercaron, rodeándome. Comencé a alejarme pero uno de ellos, me
tomo de la cintura y me levantó, y corriendo volvió hacia el helicóptero. Al
ver lo que trataba de hacer comencé a gritar y patalear, pero su brazo me
sostenía como si fuera un alambre de acero.
El pánico me invadió y mi instinto de
supervivencia me dio fuerzas que no tenía. Logré soltarme y caí al suelo. Me
volví para mirar a Ian con espanto. Él corría entre las mesas tropezando y
tratando de alcanzar la salida.
Vi sus ojos aterrorizados buscándome, la lluvia rebotando en los charcos, un
niñito en una ventana, mi bolso tirado en la acera.
Me puse de pie patinando, volví a caer y traté de levantarme otra vez… pero
entonces supe que era demasiado tarde, el soldado me tomó con fuerza, con sus
dos manos esta vez y me levantó de un tirón.
Escuché a Ian gritando mi nombre. Volví la
cabeza y lo vi dándole un puñetazo a uno de los soldados que se tambaleó y cayó
de rodillas. Empezó a correr hacia mí, otros dos lo retuvieron de los brazos
mientras él gritaba desesperado.
Subimos al helicóptero y con la portezuela aún abierta éste comenzó a elevarse.
Ian había logrado zafarse y me miraba con desesperación. Había una pregunta en
sus ojos oscuros.
Mientras el soldado sostenía con una mano mi brazo, con la otra le apuntó con
el arma. Él no pareció darse cuenta, solo me miraba a mí. El tiempo se detuvo. Lo
miré horrorizada.
Estábamos a unos dos metros del suelo.
Escuché un silbido y del arma salió un pequeño cohete que estalló en la calle.
Todo se volvió negro y un humo espeso lo borró de mi visión.
Mis gritos de desesperación llenaron la cabina. El soldado me miraba y me
sostenía pegada a su cuerpo para que yo no cayera. Quería saltar. Traté de
soltarme, le pegué, grité, todo en medio de mis lágrimas. Entonces la
portezuela se cerró y acercó su cara a la mía. Lo miré con odio.
A través del cristal del casco pude ver sus ojos.
Eran verdes, con un destello de plata.
En ese momento me desmayé.